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Islandia 05. El laboratorio humano

 John Carlin

El presidente de Islandia, Olafur Ragnar Grimsson, me contó una anécdota sobre el actor estadounidense Seinfeld. Hace cuatro o cinco años, en los momentos de más éxito mundial de la serie norte­americana del mismo nombre, Seinfeld entro en un restaurante de Reykiavik y pidió una mesa para él y sus amigos y otra para sus guardaespaldas. "EI cocinero se negó a servirle y le ordenó que se fuera del restaurante", dijo el presidente. Grimsson.

¿Por qué? "Fue una cuestión de principios", sonrió el presiden­te, un señor venerable, con aspec­to de rey. Para empezar, el cocine­ro se sintió ofendido por la idea de que pudiera considerar nece­sario llevar guardaespaldas en un país que se enorgullece, con razón, de tener fama de seguro; en segundo lugar, la idea de que el actor y sus guardaespaldas se sentaran en mesas separadas re­sultaba fuera de lugar en Islan­dia, que se considera una socie­dad sin clases.

La anécdota es tan simpática como la falta de medidas de segu­ndad, o cualquier cosa vagamen­te parecida, cuando voy a visitarle en su residencia oficial de Reykiavik. Llego a la casa y me acer­co conduciendo por un largo ca­mino hasta la entrada principal. Llamo a la puerta y abre una joven. Le digo quien soy y ella me cree. Sin pedirme ninguna identificación. Mi única obligaciónn es firmar en el Libro de Visi­tas. Después, se abre una puerta y sale un hombre alto, elegante y sereno, con el cabello blanco y la mano extendida.

Es mi ultimo a en Islandia y he estado esforndome para encontrar algo malo que decir sobre el país, un argumento pa­ra refutar a la primera persona a la que entreviste, la madre del futbolista Eidur Gudjohnsen, que declaró que Islandia era el mejor lugar del mundo. Sólo hay tres posibles defectos, que yo haya visto.

Uno, el tiempo, que cambia con una perversidad enorme, además de que, aunque no hace mucho más frío que en Madrid en invierno, nunca hace calor.además, la oscuridad en invier­no. Pero todo el mundo me decía que le gustaba, sin excluir el inmigrante iraní con el que hablé.

Fallo número dos: el síndrome del nuevo rico. Varias perso­nas con las que he hablado se han referido con repugnancia a lo que consideran el ansia nacio­nal de comprar el último objeto de deseo consumista: teléfonos móviles, cocinas, coches. Pero la verdad es que, en comparación con las nuevas fortunas en otros países, los islandeses no se com­portan con especial ostentación, al menos fuera de casa.

Fallo número tres: la cultura de la borrachera. Si Reykiavik se ha ganado la fama de ser un cen­tro de marcha los fines de sema­na es por algo, como pude ver cuando saun bado por la no­che, acompañado por un joven veterano de la vida nocturna. Fuimos a media docena de bares a lo largo de la noche, que terminó (en mi caso, no en el suyo) a las cinco de la mañana del do­mingo; a esa hora había más gente deambulando por el centro de Reykiavik que en ningún otro momento de la semana. Y la mayoría de ellos, borrachos -aunque no agresivos, a la inglesa-.

En Reykiavik hay un hospital puntero mundial en el tratamien­to de adicciones. Se llama Vogur Hospital, y el médico que lo diri­ge es Thorarinn Tyrfingsson, que me ofrece un dato escalofriante: el 9,6 % de los varones mayores de 15 años islandeses ha recibido tratamiento en su hospital. Le pregunto si eso significa que, por debajo del barniz islandés de prospera igualdad y familias felices (no soy el primer extranjero que advierte que los adolescentes parecen llevarse curiosamente bien con sus padres), se oculta algún espantoso secreto tribal. El doctor Tyrfingsson –un hombre delgado, de sesenta y tantos años, con el cabello rubio y juve­nil; el prototipo del islandés segu­ro y tranquilo que he conocido en su país- sonríe y me asegura que no. En primer lugar, dice, el dato es comparable a las cifras del norte de Europa y Estados Unidos. "Pero, además, el que tanta gente se atreva a someterse a tratamiento es indicativo de lo abierta que es nuestra sociedad, la ausencia del estigma que se ve en otros lugares". Aquí, además, el tratamiento de desintoxicación y rehabilitación es totalmete gratuito, financiado en su ma­yor parte por el Estado y; como dice el doctor Tyrfingsson, "a disposición de todos y todas las ve­ces que sea necesario".

Cada vez que parece que he encontrado algo que se aproxi­me a una debilidad en el sistema islandés, resulta que tiene otra cara la moneda. Más bien no dejo de encontrar cosas nuevas que asombran. Por ejemplo, lo que me cuenta el doctor Tyrfingsson de la base de datos, única en el mundo, que posee Islandia.

EI hospital Vogur ha recibido fondos de la Unión Europea pa­ra financiar las investigaciones s de vanguardia que hay so­bre las adicciones. Los ha recibi­do, superando a naciones como Alemania, en parte porque las cifras de éxito que ha logrado no tienen igual: el índice de recuperación entre los que ingresan por primera vez en el hospital es del 60%. Pero hay más. "Nuestra ventaja", dice el doctor, "es que, mientras otros emplean ratas, no­sotros utilizamos una gran base de datos de seres humanos, las mas de 18.000 personas que han pasado por el hospital", dice el doctor. "El valor científico de to­do eso se incrementa, además, porque en Islandia existe una documentación genealógica sin equivalente en el mundo”. El Libro de los islandeses, título de di­cho documento, se apoya en mi­nuciosos registros eclesiásticos de los nacimientos, matrimonios y muertes, y permite a la mayoría de los islandeses rastrear su lina­je hasta hace mas de 1.000 años. Toda la información se guarda en una enorme base informática a la que pueden acceder, median­te una contrasa privada, todos los habitantes del país.

Islandia, me dio la impresión desde el momento en que llegué, esuna especie de laboratorio humano gigante. Allí arriba en el océano Atlántico, aislado y aleja­do del resto del mundo, es como una gran burbuja de aire puro en la que se llevan a cabo experi­mentos sobre como mejorar la especie. "Es interesante lo que di­ce", afirma el presidente Grims­son en el estudio de esa residen­cia oficial tan estupendamente vulnerable. "En enero tuvimos de visita al arquitecto Norman Foster y a su mujer española, Ele­na. Al irse me dijo: “Tengo la sensación de haber conocido la sociedad del futuro”.

Quizá no sea el país más rico del mundo, o el más seguro, o el más saludable, o el más innova­dor,  el más culto, o el más vivo y de gente s atractiva que to­dos y cada uno de los demás países del mundo; pero ningún otro reúne todas estas cualida­des juntas y en estado tan puro.

EI milagro islandés segura­mente no se podría reproducir, o por lo menos no en mucho tiem­po, en un país mayor y de más complejidad histórica. La suerte que tiene es en ser parte de Euro­pa, y de cierto modo también de Estados Unidos, pero de haber nacido como nación tras ganar la independencia de Dinamarca hace apenas medio siglo. Los is­landeses empezaron su viaje a la modernidad casi desde cero. O, en cualquier caso, a partir de ocho siglos en los que no había ocurrido prácticamente nada de interés para los historiadores. Por eso no carga con el bagaje cultural, religioso, político y tri­bal (en el sentido más amplio del término) que otras naciones han ido acumulando a lo largo de los siglos. No arrastra un legado emocional -odios, complejos, envidias- que impide llegar a soluciones sensatas, que sirven el bien común. Islandia ha logrado organizar su sociedad con una sensatez extraordinaria; ha con­seguido crear un clima empren­dedor e innovador en el que el precio del fracaso no es la pobre­za, como podría ocurrir en Esta­dos Unidos; sino la tranquilidad que da una red de seguridad so­cial que garantiza la comida y la vivienda a todo el mundo mien­tras viva, que cuida de sus hijos y les ofrece una sanidad y una educaciónn de primera categoría.

"EI motor de la economía del siglo XXI lo constituyen la crea­tividad y el poder del cerebro", dice el presidente Grimsson. "La creatividad es el recurso más va­lioso. Aquí florece no sólo por nuestro Iegado cultural, sino por­que somos pequeños. Somos co­mo la Florencia o la Venecia del Renacimiento. Las gentes que se dedican a las artes, la banca, la tecnología, se relacionan unas con otras, se nutren intelectual­mente entre sí y crean un entor­no competitivo y creativo".

La persona que más parece encarnar -de manera casi exa­gerada- todo lo que dice el presidente Grimsson resulta ser la última a la que entrevisto antes de abandonar Islandia. Es un personaje desmesurado, una ca­ricatura o; mejor dicho, un epito­me, y se llama Kari Stefansson.

Nos encontramos en su ofici­na, un despacho aireado y espa­cioso en una esquina de un mo­derno edificio en el que trabajan 300 personas (además de otras 150 en Estados Unidos), sobre las que preside como un rey me­dieval impredecible, amenazador y erudito. Entro y está sentado en una silla oscilante, de espaldas a la puerta, y me habla como un personaje de cine -como el Doc­tor No en James Bond-, sin vol­verse. Cuando lo hace, veo la fi­gura de un hombre de piel rosá­cea, espesa cabellera nevada y bar­ba a juego. Lleva una camiseta negra, que, realza unos hombros excepcionalmente anchos y unos brazos musculados con esfuerzo. Tres minutos más tarde, se levan­ta (para coger de un armario un regalo para mi, un ejemplar en cuero de las sagas islandesas com­pletas) y veo que mide, por lo menos, dos metros. En otras pala­bras, parece salido de una saga.

Es Gunnar (el mayor guerre­ro islandes), o Grettir el Fuerte, o quizá es Egil, que tiene una saga que lleva su nombre y al que Stefansson se refiere en va­rias ocasiones durante la hora y media que pasamos juntos. Egil era más alto y más fuerte que los demás hombres y tenía el cráneo más grande. Nadaba grandes dis­tancias en aguas heladas, con sus armas atadas a la espalda. Era brutal, vengativo, y escribía poesía. Como Kari Stefansson, que también la escribe, y que es segu­ramente el hombre más brillante de Islandia, lo más parecido a un verdadero hombre del Renaci­miento, con la misma energía y el mismo talento para las cien­cias que para las artes.

Stefansson, que es cinturón negro de judo, estudió y enseñó medicina durante 15 años en la Universidad de Chicago, y luego fue cinco años catedrático de neuropatología en la Facultad de Medicina de Harvard. Después volvió a su país para crear una empresa que es lider mun­dial en biotecnología y que está adentrándose más que nadie en la investigación sobre los genes humanos. EI nombre de Ia com­pañía es DeCODE. Tiene varias ventajas sobre sus rivales: la in­comparable información genealógica que proporciona el Libro de los islandeses; la población ex­traordinariamente homogénea de Islandia, que constituye un ex­celente grupo de conejillos de in­dias, porque permite a los científicos, aislar más fácilmente los ge­nes que transmiten las enferme­dades, y el inmenso ego de Kari Stefansson. "La mayor parte de los grandes descubrimientos mundiales sobre los genes proce­de de nosotros, de esta pequeña isla", dice. ¿Por que? "Porque la información que tenemos es magnifica y los científicos que vi­ven en este edificio son magnífi­cos".

EI objetivo de DeCODE, em­presa en la que Stefansson es a la vez presidente y consejero delega­do, es aplicar sus descubrimien­tos de genética humana al desa­rrollo de fármacos para enferme­dades comunes como los infar­tos y el asma. Es decir, "esta pe­queña isla", habiendo ya logra­do conquistar lo más cercano que se ha visto al paraíso en la tierra, es ahora el laboratorio en el que la humanidad trata de bus­car algo que se aproxima a la clave de la vida eterna.

¿De dónde nace semejante ambición? "Hay una diferencia entre el científico monótono que documenta de forma meticulosa la naturaleza y el científico verda­dero", dice Stefansson. "EI científico verdadero tiene una historia que contar. EI científico verdade­ro es creativo". Está claro que habla de sí mismo, así que Ie pre­gunto como se logra llegar a ese estado tan envidiable. "La mejor forma de ser creativo", declara, "es leer. EI lenguaje es el instru­mento de las ideas. La mejor for­ma de enseñar a la mente a pensar es la buena literatura. Yo lea entre 50 y 60 novelas al o y entre 30 y 40 libros de poesía".

Lo que esta diciendo es lo mis­mo a lo que se refería el presiden­te Grimsson cuando hablaba del poder que tiene el mutuo enri­quecimiento cultural en la socie­dad islandesa, esa mezcla leonar­diana de pensamiento científico y artístico. Stefansson se pronun­cia más durante nuestro encuen­tro sobre arte que sobre ciencia. En vez de hablar sobre su traba­jo en genética, pasamos casi to­do el tiempo hablando de Jorge Luis Borges, de Shakespeare, de Pablo Neruda, de Joseph Con­rad y de Gabriel García Már­quez ("Ios escritores de las sagas parece que lo han leído") -cu­yas obras evidentemente se cono­ce como si fuera un profesor uni­versitario de literatura-.

Hablando de las sagas, Ie pre­gunto (porque imagino que se habrá reproducido con tanta prodigalidad como los héroes de aquellas historias) cuantos hijos tiene. "He perdido la cuenta. Los islandeses perdemos la cuen­ta del número de hijos y el núme­ro de divorcios". Y aparte de eso, al islandés, ¿cómo lo define?

Para empezar, dice, es una persona como él, y como la mayoría de los guerreros de las sa­gas, que viaja al extranjero, vive aventuras y regresa. ¿Por qué to­dos acababan regresando? "A lo largo de los siglos hemos evolu­cionado para adaptamos a este entorno". ¿Los genes marcan el destino? "Exacto". ¿Qué más es un islandés? "Vivimos desde ha­ce 1.100 os en una naturaleza extrema y exigente, aunque asombrosamente bella. Para so­brevivir tuvimos que luchar con­tra el frío y la oscuridad en una tierra en la que la agricultura se reduce a criar ovejas y alguna que otra vaca. Y sobrevivimos la mayor parte de esos 1.100 años, aunque fuimos espantosamente pobres hasta hace 40. Cuando yo era niño, no veíamos fruta. Siempre me quedaba con ham­bre, salvo en Navidad. Siempre nos hemos considerado duros y curtidos; pero, pese a ello, hemos creado una cultura peculiar basa­da en el amor a la literatura. Eso es un islandés".

Stefansson abandona el aire irónico, intimidatorio, que te­nía la mayor parte del rato, y se expresa con sincero orgullo. Es un tipo duro, un científico y tal vez incluso un genio, pero es además, y no se avergüenza de ello, un patriota. No en el senti­do competitivo, rozando la pa­ranoia, del típico nacionalista, sino de forma sana y confiada.

Gudjohnsen me había habla­do emocionado de su apego a la tierra islandesa; había obser­vado muy bien que Islandia es un país pequeño que se cree grande. Recuerdo también sus palabras de despedida, y ahora que he estado en Islandia com­prendo mejor el orgullo que ha­bía detrás de ellas. Yo Ie había dicho, mientras nos dábamos la mano, que para él iba a ser divertido jugar con los grandes futbolistas del Barça, con Ronaldinho, Eto’o, Messi. "Sí", respondió mirándome con una sonrisa helada, digna del mismísimo Grettir el Fuerte. "Y para ellos también".

 

Fuente: El País, viernes 25 de agosto de 2006

 

Islandia 04. Una tribu sin complejos

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