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Islandia 03. Lo mejor de Europa y Estados Unidos

John Carlin

Mi abuela nació en 1900 y murió en 1998. En Islandia, eso significa que nació en la edad de piedra y murió en la era de los ordenadores. Hallgrimur Helgason, nacido en los años cincuenta, la edad de hierro islandesa, tiene otra imagen de su abuela para mostrar de qué forma tan drástica ha cambiado su país en el último siglo. “Nació en una cabaña de hierba y acabó su vida en un Toyota Land Cruiser”.

Las cabañas de hierba, llamada así porque los tejados están hechos de hierba y tierra apelmazada, son las casuchas de suelo de barro en las que solían vivir los islandeses de zonas rurales hasta la II Guerra Mundial. La abuela de Helgason, que no compraba zapatos sino que se los hacía de piel de oveja, no habría imaginado jamás, de joven, la abundancia de posibilidades que iba a tener su nieto en un país, que hoy posee la sexta renta per cápita más alta del mundo. Pintor, caricaturista, columnista de prensa, personaje audiovisual, novelista y, últimamente, guionista de cine, Helgason —que ha vivido en Nueva York y Paris— es la viva encarnación del estallido de actividad cultural que ha experimentado Islandia en años recientes.

Sin embargo, el libro que le ha dado fama, 101 Reykjavik me había hecho pensar que el hombre que iba a conocer era un ogro. No por falta de éxito —se ha traducido a una docena de idiomas y se ha convertido en una película protagonizada por Victoria Abril que ha obtenido premios internacionales—, sino por el tipo de libro que es. Ácido, sórdido... El personaje que encarna Abril es una bisexual promiscua que se enamora de la madre del protagonista, un joven en paro obsesionado por el porno, pero que se queda embarazada de él. La foto de Helgason en la solapa del libro —calvo, de ceño malhumorado— sugiere un hombre que disfruta llevando la contraria. El hecho de que hubiera elegido pasar el verano en la isla de Hrisey, a 500 kilómetros al norte de Reykiavik, en una de las latitudes más remotas habitadas por la humanidad, sólo servía para reforzar mi idea de que resulta ría el interlocutor ideal para rectificar la visión edulcorada del país que estaba encontrando por todas partes.

Pero mis expectativas se vieron defraudadas.

El Hallgrimur Helgason que me recibe es un hombre alegre que lleva gorra; empuja un carrito con una mano y saluda con la otra. En el carrito hay un bebé diminuto, su hijo. Hallgrimur y yo nos disponemos a almorzar con el bebé en el único restaurante de Hrisey (población, 186 habitantes). Deja el carrito con el niño fuera y nos sentamos en una, terraza del piso de arriba, desde donde podemos oírle pero no verle. Comprende muy bien mi gesto de preocupación, puesto que vivió en Nueva York entre 1985 y 1990 y en París entre 1990 y 1995. Pero me asegura que podría abandonar al niño en Reykiavik con la misma tranquilidad y sin la menor angustia por lo que pueda ocurrirle, como de hecho se hace habitualmente.

¿Fue por eso por lo que regresó? “En parte, pero, en aquella época, creo que fue más el entusiasmo sin precedentes por Islandia lo que me atrajo. En 1995 empecé a leer en los periódicos que Reykiavik se había convertido en el lugar más de moda de Europa. Así que volví y descubrí que, en efecto, en el plazo de 10 años, mi ciudad se había transformado en un sitio distinto”. Un pelín irónico, quizá, pero de cáustico, nada: Helgason es otro adorador más de su país, un tipo juguetón con ojos sonrientes y un aspecto, más que pugilístico, juvenil. Resignado a más efusividad patriótica, le pregunto cómo estaban las cosas en Islandia antes de que se fuera.

“En 1985 era como vivir en Europa del Este. Las calles estaban muertas. Un bar un restaurante, una emisora de radio que emitía música clásica todo el día. Teníamos coches rusos. La burocracia oficial te ponía muy difícil salir al extranjero”. Es difícil imaginar que esa Islandia existiera hace sólo 20 años. En Reykiavik, hoy, una de cada dos puertas corresponde a un restaurante, un café o un club. Abundan las galerías de arte, las tiendas de moda y los hoteles elegantes. Hay casi 100 libros islandeses traducidos a otros idiomas desde 1980 y se han rodado 60 películas; en los 20 años anteriores se habían rodado cero. Un país cuya población total es equivalente a la de Vigo se ha convertido en una caldera cultural en la que se celebran festivales anuales de arte y cine a los que acude gente de todo el mundo.

Tenía razón Olof Einarsdottir, la madre del futbolista del Barcelona, Eidur Gudjohnsen. La gran pregunta que tenía que hacer a los islandeses con los que hablase era cómo se ha producido esta efervescencia revolucionaria y por qué ahora. La respuesta, dice Helgason, la tiene la cantante más famosa del país. “Björk cambió todo. Viajó, halló fama y fortuna, y todos fuimos detrás. Los periódicos de Londres empezaron a escribir sobre nosotros, y entonces Damon Albarn, el cantante de Blur, compró un piso aquí, y luego vino hasta Zidane...”. (A Helgason, que le gusta el fútbol, el mero recuerdo le emociona). Desde entonces, no han dejado de venir famosos: Robert de Niro, Quentin Tarantino, Seinfeld, Clint Eastwood. Aunque tal vez no vendrían tantos si no fuera por lo que Helgason califica como el otro gran catalizador del cambio en Islandia, “nuestro Día de la Liberación, la caída de nuestro Muro de Berlín, el glorioso 1 de marzo de 1989: ¡el día en el que Islandia levantó la prohibición de beber cerveza! Parece una tontería; pero verdaderamente creo que nos sirvió de motor y nos ayudó a conectar con el resto del mundo”.

La primera cabeza de puente ya estaba construida, desde la II Guerra Mundial. Gracias a los británicos, la abuela de Helgason empezó a llevar, por primera vez en su vida, zapatos propiamente dichos. “ a Dios que nos ocuparon ellos y no los otros!”, dice Helgason. “Pero ésa no fue más que una de las razones de que en Islandia sigamos hablan do con gratitud de la buena guerra. Construyeron casas y carreteras, trajeron dinero en efectivo. ¡Trajeron la civilización! Hasta entonces, la gente pagaba por las cosas principalmente con carne y lana. Los británicos, y luego el Ejército de Estados Unidos, que instaló una base y se quedó, nos trajeron la modernidad”. Entonces, las cosas se paralizaron, a la manera de Europa del Este como decía antes Helgason. “Hasta que llegó el día de la liberación de la cerveza, y luego Islandia entró a formar parte del sistema de libre comercio europeo, y el Gobierno liberalizó la economía, y ahora... es como si toda la energía hubiera estado en ebullición bajo una tapadera y ahora hubiera explotado. De repente, nos hemos sumergido en el materialismo. No se ven en las calles coches que tengan más de dos años, ¡por no hablar de cómo estamos comiendo!”. Helgason contempla su plato un momento y dice: “Mi familia vivía razonablemente bien para lo habitual en Islandia, pero no entré en un restaurante hasta los 20 años. Y ahora mira, ¡mira!”.

Miro. Y constato que sí, tiene razón; Estamos comiendo espléndidamente bien. Acabo de terminarme una sopa de langosta que ni en París la harían más rica y estoy empezando el cordero más sabroso y tierno que he comido en mi vida. Brekka’s, el único restaurante de la isla, se ha mantenido al día de la revolución de Reykiavik. El joven chef lleva una boina tipo Che y una chaqueta anudada, como los cocineros tres estrellas Michelin. En el pecho lleva bordadas estas palabras: “Ellis Arnason: Chef de Cuisine”.

“¿Ves?”, dice Helgason, riéndose con los ojos, “¡el efecto Bjórk!”.

El Björk del mundo de los negocios es un billonario llamado Thor Bjórgólfsson que junto con su padre, a mediados de los noventa, se llevó una planta de embotellado que tenía en Islandia a Rusia y se hizo rico vendiendo cerveza y refrescos mezclados con alcohol. Su fortuna creció todavía más cuando vendió su negoció en Rusia a Heineken. Con los beneficios compró empresas en toda Europa, pero también hizo grandes inversiones en su país. Compró, entre muchas cosas más, la principal editorial islandesa, Edda. “Después de centenares de años aislados ha llegado nuestro renacimiento”, señala Helgasón, “y, como ocurrió en Florencia hace 700 años, contamos con nuestros patronos de las artes, nuestros Medici”. Los Medid islandeses, que son cada año más numerosos, estudian en d extranjero, pero tarde o temprano —como todos— vuelven a casa a vivir.

¿Por qué? “En parte, supongo, por lo seguro que es, porque la vida es fácil y buena para tener hijos. Otro motivo, más de fondo, es algo que hay en la naturaleza. El aire, la luz. Estamos sin acabar, el paisaje cambia delante de nuestra vista. Cada 10 años tenemos una erupción y aparece una isla o una montaña nueva, ¡y tenemos que encontrar les un nombre! Por eso creo que somos gente imaginativa”.

La geología es el destino, parece decir Helgason. Y lo que ha creado la geología en Islandia es de una belleza implacable. Monto en el ferry pira volver a la costa; allí me dirijo, en coche hacia el norte, doy un rodeo y bajo por el siguiente fiordo, más al oeste. Avanzo lento: cada curva es una fotografía obligatoria. Por el camino, me detengo en un pueblo llamado Olafsfjordur que apesta a pescado seco (un manjar de los viejos tiempos). Hay pocos lugares de la tierra más al norte en el que se encuentren asentamientos humanos. Doy con el único café del pueblo. Lo encuentro vacío. Toco una campanilla como de altar y aparece una chica de 19 años. Me atiende en un inglés perfecto, sin acento. También habla portugués. Empezamos a hablar y me entero de que la aventura extranjera que todos los islandeses parecen vivir obligatoriamente la llevó, en su caso, a Río ‘de Janeiro, donde pasó un año. Su mejor amiga está fuera ahora, en Perú.

Desde allí me acerco a la ciudad de Hofsos, a la orilla del fiordo y enfrente de una isla que es un monolito con la parte superior plana, una imponente fortaleza natural cuyos muros son precipicios y cuyo foso es el mar. La isla de Drangey. En una finca de caballos frente a Drangey vive el galán más importante de la breve historia del cine islandés, Baltasar Kormakur, con su bella y rica esposa, Lilja Palmadottir, y sus diversos hijos.

La pareja es un anuncio viviente de la nueva Islandia. Tras comenzar como actor cuando interpretó a Shakespeare en el teatro y papeles románticos en el cine y la televisión, el Rodolfo Valentino de Reykiavik es ahora director. La revista Variety, de Hollywood, le calificaba en 2001 como uno de los 10 “talentos más prometedores” del mundo. Dirigió 101 Reykjavik, que se ha visto en 80 países. Ahora está trabajando en varios proyectos de cine y en febrero del año que viene va a dirigir una obra de Ibsen, con actores islandeses, en uno de los principales teatros de Londres. Hijo de un pintor catalán que emigró a Islandia en los años sesenta, dirige su propia compañía, Blueeyes Productions, junto a su mujer, una escultora y artista formada en Nueva York y Barcelona, Kórmakur, que tiene 40 años, dice lo mismo que Helgason, que todos. “De O a los 20, no pasó nada. De los 20 a 40 hemos vivido un cambio explosivo”. ¿Cómo? ¿Por qué? “Porque siempre tuvimos esa capacidad”, dice su mujer orgullosa de la historia de su país. “Los primeros colonos que vinieron en 874 eran gente dura y rebelde, huida de Noruega por motivos políticos.

Eran personas que valoraban su independencia y que se quedaron en Islandia desafiando un tiempo terrible, oscuridad, una tierra difícil de trabajar y terremotos”. Personas, dice Palmadottiir, como las que describía el libro islandés clásico, Gente Independiente, de Haldor Laxness.

“Aquellos hombres no tenían un carácter servil, ni se consideraban parte del rebaño común, escribía Laxness ganador del Premio Nobel en 1955, al definir a sus compatriotas. “Se valían por sí solos; la independencia era su gran capital... Eran hombres endurecidos por la lucha denodada para sobrevivir, hombres a los que ningún esfuerzo físico, ni siquiera el de pasar hambre con sus familias al final del invierno, podía amilanar”.

La lucha denodada para sobrevivir ya no es tal, pero, en los demás sentidos, Kormakur y Palmadottir son ejemplos del espíritu al que se refiere Laxness, que también destaca el carácter poético del islandés, el gusto ancestral, derivado de las sagas, por la buena literatura. También es gente atada ala extraña tierra que habitan, y esa conexión es la razón por la que se fueron a vivir con su familia a Hofsos. Pero se mantienen dinámicamente unidos al mundo moderno, dispuestos a montarse en un avión (sobre todo él) ante las oportunidades que puedan surgir.

Aprovechar oportunidades es algo que siempre han hecho los islandeses. “En el pasado, debido a la naturaleza de este sitio, la economía de pesca y los violentos cambios do tiempo, si uno no aprovecha las oportunidades, se moría”, dice Kormakur, que, con sus cejas pobladas y sus ojos oscuros parece típicamente español pero es islandés, por lado de su madre, hasta el tuétano. Cuando llegaba un banco de peces, todo el mundo se lanzaba a los botes de pesca; cuando dejaba de llover y salía el sol, todo el mundo iba a los campos. Tienen tradición de ser un pueblo que aprovecha lo que puede cuando puede, y que trabaja durísimo.

Por eso es, tal vez, por lo que Palmadottir cree que Islandia, un país situado en la cima de la falla continental que separa Europa y América, se define más con arreglo al espíritu de Estados Unidos que al de la vieja Europa.

“No nos sentimos parte de Europa”, dice. “Un momento. Estamos tan cerca de Europa como de Estados Unidos”, replica su marido. “Pero somos más americanos”, insiste ella. “No estoy de acuerdo”, dice el marido. “Esa idea pertenece al pasado. Islandia era más americana por la base militar, por la televisión americana. Pero en esta época de prosperidad nos hemos ido acercando más a Europa”. “Es posible, pero nuestro espíritu es más americano, más individualista, más motivado...”. “Sí, claro, pero somos mucho más abiertos y tolerantes que los estadounidenses, más parecidos a los europeos en nuestras actitudes sociales. Y tenemos un sistema de bienestar social como el de los escandinavos, algo inimaginable en Estados Unidos”. “Sí”, asiente ella, “pero no tenemos los impuestos asfixiantes de los escandinavos; creemos mucho más en recompensar el esfuerzo...”.

Y así prosigue el debate entre la que es quizá la pareja más glamourosa de Islandia. Como único árbitro a mano en la disputa, les digo que a lo mejor los dos tienen razón y que la realidad nacional de Islandia es que, a mitad de camino entre Europa y Estados Unidos, y con una gente que ha viajado y vivido en ambos sitios, los islandeses han sabido extraer lo mejor de ambos. Tienen el optimismo, la energía y la ática del esfuerzo que define a los estadounidenses, pero también tienen la solidaridad, la tolerancia y el savoir vivre de la mejor Europa. Estados Unidos ha conquistado la luna, pero los pobres siguen siendo pobres. También ejecutan a la gente con la horca y la silla eléctrica. Estados Unidos es un país despiadado. Aquí, le señalo a Lilja, los pobres tienen acceso a los mismos hospitales y las mismas escuelas que el billonario Thor Bjórgólfsson, y la pena por un asesinato en primer grado es de 16 años.

Tal vez radique aquí parte del secreto de Islandia. En poseer lo mejor de Estados Unidos y lo mejor de Europa en haber creado un país que es a la vez vibrante, compasivo y seguro. Sobre este punto, Kormakur y Palmadottir, obstinados patriotas los dos, no encuentran ninguna discrepancia.

 Fuente: EL PAIS; martes 23 de agosto de 2006

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