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Islandia 04. Una tribu sin complejos

John Carlin

A los pocos minutos de conocer a Baltasar Samper, me confía el secreto más doloroso de su niñez. Este hombre enérgico, de boina negra y barba blanca, me recoge en mi hotel del centro de Reykiavik en una pick-up todo terreno y me lleva a su casa. Durante el camino me cuenta que nació en Barcelona en 1938, mientras el ejército de Franco se disponía a irrumpir en la ciudad. Dado que su familia era conocida por haber pertenecido al bando republicano, de niño tuvo que convivir con insultos y con el miedo. Pero eso no fue lo peor. Cuando tenía 14 años se descubrió que su madre mantenía una relación amorosa con el médico de la familia. El padre de Samper, tan atrozmente humillado como era de esperar que se sintiera un hombre en la España burguesa de 1952, trató de suicidarse con una sobredosis de pastillas. A su mujer no le dejaron visitarle en el hospital porque la policía sospechaba que podía tratarse de un caso de intento de asesinato, de modo que sólo podía ir a verle el joven Baltasar. Al salir del coma, el padre levantó la vista desde la cama, vio al chico y le soltó: "Vete a la mierda, ¡hijo de puta! ¡No quiero verte nunca mas!".

 

Aquella fue la ultima vez que Baltasar Samper vio a su padre, las últimas palabras que le oyó decir. Porque el padre desapareció y la familia nunca volvió a verle. Pasaron décadas hasta que llegó la noticia de su muerte, y entonces la madre pudo, por fin, casarse con el médico, el gran amor de su vida.

 

No es extraño que, en plena dictadura franquista y un trauma como ése pesándole en la vida, Baltasar se fuera de España en cuanto pudo. Y se fue lo más lejos posible. Por una curiosa serie de coincidencias, acabó un día en la ciudad de Akureyri, en el norte de Islandia, a bordo de un pesquero de arrastre. Pasó varios meses pescando arenques en el océano Ártico, recuerda que ganó mucho dinero; volvió a Reykiavik, conoció a su futura esposa y se estableció, para el resto de sus días, en Islandia, donde se ha convertido en un pintor de renombre.

 

Llegamos a su casa, sobre un fiordo a las afueras de la capital islandesa, y nos sentamos a tomar un café con su mujer, Kristjana, una c1asica islandesa alta de ojos azules, también artista. Baltasar Samper debería haber quedado marcado para siempre por la experiencia con su padre. Sin embargo, este padre y abuelo de varios nietos es la imagen de la tranquilidad y la satisfacci6n. Me ha contado su terrible historia nada más conocerme como un gesto liberador, para mostrar al visitante que viene de España hasta qué punto está limpio del viejo trauma, qué liberadora fue su huida a Islandia.

 

"En cuestión de relaciones familiares, Islandia es muy especial en comparaci6n con todos los demás países que conozco", dice Samper. "Si lo comparo con mi experiencia cuando era joven en la España de Franco, es la noche y el día. Aquí, ser madre soltera no soló no es un problema, es lo normal. Divorciarse y volverse a casar, incluso entre amigos, no causa ningún problema social. En las fiestas se reunen hijos de distintas parejas, con todos los padres presentes, y se considera normal. No es el drama español".

 

Cita como ejemplo el caso de su hijo, Baltasar Kormakur, en otro tiempo el actor favorito de las mujeres islandesas y hoy un director cinematográfico de éxito. Cuando visité a Baltasar hijo en su hogar de Hofsos, en un fiordo en la parte norte de Islandia, su mujer Lilja y él tenían con ellos a cuatro hijos, de los cuales sólo dos son comunes. Hay además un quinto hijo, el que tuvo anteriormente Baltasar con otra mujer.

Cuando Baltasar y Lilja se conocieron (casualmente, en Barcelona), ella ya tenía un hijo de otro hombre y el tenía una novia islandesa que estaba embarazada. Pero la relación con la novia anterior no tenía futuro y, antes de que naciera el niño, él se enamoró locamente de Lilja. Según recuerda Kristjana, la situación le resultó más difícil a Baltasar, que es medio español y se sentía culpable, que para Lilja, cuyo linaje impecablemente islandés se remonta a antes del año 1000 y se lo tomó todo como algo natural. (Lilja me dijo que una de las expresiones islandesas más comunes es: "Todo saldrá bien"). El resultado fue que Baltasar superó su sentimiento de culpa, el hijo de la novia nació, el se casó con Lilja, y juntos tuvieron otros dos hijos.

 

"Hoy", dice Baltasar padre, "cuando la hija de Lilja, la que tuvo antes de conocer a mi hijo, cumple años, nosotros vamos. Y los abuelos de la niña por otra parte de Lilja, y su padre con los abuelos por parte de él, y mi hijo". Lo mismo ocurre cuando es el cumpleaños del hijo que tuvo Baltasar con la novia anterior. "Y no piense ni por un momento que nosotros somos distintos, o raros", insiste Baltasar padre. "La relación que tenemos en nuestra familia es la misma que tiene todo el mundo en Islandia".

 

"Funciona porque todos estamos muy relacionados", explica Kristjana. "Todos tienen algún tipo de parentesco con todos los demás. Pero también tiene que ver con la situación tan avanzada que han tenido tradicionalmente las mujeres en este país" (Islandia e1igió a la primera mujer presidenta del mundo, Vigdis Finnbogadottir, en 1980). "Siempre hemos sido muy independientes. Los vikingos se iban a otros países y las mujeres se encargaban de todo, y tenían hijos con sus esclavos y, cuando los vikingos volvían, los aceptaban. Cuantos más mejor".

 

Me recuerda una historia que me contó el obispo luterano Jon Baldvinsson en la ciudad universitaria de Holar, la Salamanca islandesa, en la región de Hofsos. Uno de sus predecesores en Holar, el último obispo católico antes de que se instaurara el protestantismo, se llamaba Jon Arannson. Luchó valerosamente contra el rey de Dinamarca que, contagiado por los aires procedentes de Alemania, había decidido abolir el catolicismo en Islandia, entonces una colonia danesa. Al final, Aranson cayó derrotado y el 7 de noviembre de 1550 fue decapitado. Tres siglos más tarde, cuando los islandeses empezaban a organizar seriamente la lucha para independizarse de Dinamarca, proclamaron a Aranson héroe nacional. Y lo sigue siendo, en cierta medida, todavía hoy. En cambio, la Iglesia católica nunca le ha asignado la condición de mártir que evidentemente merece. El motivo es que, en su vida privada, no fue ningún santo. Dos hijos suyos murieron decapitados con el. Cuando se fue a la tumba dejó atrás nueve hijos, por lo que hoy son muy numerosos los islandeses que descienden de él. "Incluso cuando Islandia era católica, sonríe el obispo Baldvinsson, "siempre estuvimos muy lejos del largo brazo de Roma. El celibato nunca llegó a echar raíces aquí".

 

Tras más de una semana en Islandia necesito encontrar alguien que me explique cómo puede ser que el partido en el poder a lo largo de casi un siglo es un partido que se autodefine de derechas, el Partido de la Independencia. Nadie mejor que la primera ministra en funciones (el titular está de vacaciones), una mujer llamada Thorgerdur Katrin Gunnarsdotir con tres hijos pequeños; todo un reto, podría parecer, para una ministra del Gobierno.

 

Llego al ministerio, le digo a una señora en la recepción a quien deseo ver y ella me indica, sin preguntarme quien soy, que suba al tercer piso y gire a la izquierda. Al final de un pasillo me encuentro con una rubia escultural de cabello largo, grandes pendientes de oro, los labios pintados de rosa, una blusa bordada de color crema, chaqueta corta de cuero, falda de volantes que hacen swush-swush al andar y botas altas de ante. Podría ser una modelo o una estrella del cine nórdico. Es la primera ministra en funciones, la habitual ministra de Educación, Ciencia y Cultura, además de número dos del partido gobernante.

 

Me parece raro, le digo, conciliar el tipo de sociedad que he encontrado en Islandia con el hecho de que su partido es, en teoría, aliado internacional del Partido Republicano en Estados Unidos, y del Popular en España. "Si, pero una cosa es la derecha en el resto de Europa y Estados Unidos y otra cosa es la derecha aquí", responde la señora Gunnarsdottir. "Estamos a favor de bajar los impuestos a las empresas, desde luego, pero en otros aspectos importantes somos muy distintos". Lo creo. ¿Cuántos partidos de derechas hay en el mundo que hayan propuesto leyes para autorizar el matrimonio entre homosexuales, no este año, ni el pasado, sino hace una década? "A eso me refiero", sonríe... Y no creo que muchos estén a favor de un sistema de bienestar basado en dedicar prácticamente todo el dinero de nuestros impuestos a la salud y la educación. Y a las familias. También nos diferenciamos de la derecha convencional en nuestra actitud sobre el permiso de maternidad".

 

Gunnarsdottir explica que en el año 2000, y con el respaldo de todos los partidos islandeses, se aprobó una ley que otorga nueve meses de permiso de maternidad: tres para la madre, tres para el padre y tres para los dos juntos, con el 80% del sueldo. "Nos cuesta mucho dinero, pero merece la pena. Tenemos una situación en la que el 90% de las mujeres islandesas ocupa puestos de trabajo de jornada completa. Ha cambiado por completo el debate sobre la igualdad de las mujeres y se ha convertido en algo que exportamos. Los Gobiernos de otros países están siempre preguntando a nuestro ministro de Asuntos Sociales cómo lo hacemos".

 

Lo que ocurre, en parte, es que no se trata tanto de una cuestión de legislación como de cultura. Un motivo por el que, al llegar a Islandia, me sorprendió el número de mujeres jovencísimas que estaban embarazadas o con un bebé, es que no sólo es absolutamente normal tener hijos cuando se es muy joven, es que las mujeres que los tienen por su cuenta no padecen ningún estigma social. Eso significa que, con frecuencia, las mujeres tienen sus hijos cuando están todavía en la Universidad y, cuando terminan sus estudios, están listas para dedicarse a su carrera, al contrario de lo que hacen hoy con grandes dificultades la mayoría de las mujeres en Europa. El sistema funciona en Islandia, en gran medida, gracias a los abuelos. Son jóvenes y, por tanto, capaces de participar mas activamente en la tarea de criar niños pequeños.

 

Pero esto no explica cómo Gunnarsdottir se las arregló cuando nació su pequeña, que hoy tiene tres años. "Si", dice. "Mi hija nació en julio de 2003, y fue precisamente por esa época cuando la primera ministra me nombró ministra de Educación". ¿Cómo? ¿Y asumió el puesto inmediatamente? "No, no. Pedí un permiso de cinco meses y empecé en el ministerio el 1 de enero de 2004. Todavía amamantaba a la niña, pero todo resultó más fácil gracias a que mi marido, que trabaja en uno de nuestros mayores bancos, dejó su puesto durante cuatro meses para facilitar la transición con los niños en casa".

 

Le cuento mi conversación con Baltasar Samper y lo increíblemente desacomplejadas que encuentro las relaciones entre familias multiparentales que en otros países se considerarían rotas, caóticas, perdidas. "Creo que los islandeses estamos en cabeza en relación con las familias y los hijos. Tenemos una cosa muy clara; cuando hay niños por medio, hay que poner todo lo demás de lado. Y tiene razón en lo que dice de los complejos. No tenemos ninguna timidez entre nosotros. Estamos todos relacionados, de una forma u otra, y hacemos lo que es natural, nos ayudamos mutuamente. No nos avergüenza ser nosotros mismos".

 

Se me ocurre que tiene algo de africano esta actitud islandesa respecto a los niños (idea, por cierto, que le gusta a la señora Gunnarsdottir). Que Islandia, con toda su modernidad, es un país que conserva una fuerte esencia tribal. Y en el que Dios pinta bastante poco. Lilja Palmadottir, la nuera de Baltasar Samper, me había confirmado la impresión de que la religión desempeña un papel muy pequeño en la vida cotidiana al señalar que sigue vigente "la tradición pagana", vikinga y precatólica.

 

Comprendo todavía mejor la sensación de refugio, de santuario, que debió de encontrar Baltasar Samper en Islandia. Esta sociedad es lo más distinto que pueda imaginarse a la España de Franco... O al Irán contemporáneo. Por eso siento curiosidad por conocer a Hamid Moradi, un iraní que emigró a Islandia hace 20 años, cuando aún vivía el ayatolá Jomeini. "Fue un primo en Berlín quien me sugirió que viniera a Islandia. Mi respuesta fue: '¿Dónde demonios está eso?", recuerda Moradi durante una larga charla que mantenemos en el café Paris de Reykiavik. Y, sin embargo, vino, encontró trabajo en una fábrica y se quedó. "Llegue en invierno, y todo estaba oscuro. Creí que había ido a parar a la Luna". Pero Moradi, que tiene 42 años y es carpintero, se sintió muy pronto cautivado por su país de adopción. Un año después de su llegada se casó con una islandesa, con la que estuvo casado 14 años y tuvo dos hijos. Dada la región del mundo de la que procede, y que visita una vez al año, valora enormemente la seguridad y la tranquilidad de Islandia. "Siempre le cuento a la gente en Irán una historia que fue noticia de portada aquí hace un tiempo. Fue el caso de un policía que detuvo el trafico para que unos patos pudieran cruzar la calle. Pusieron una gran foto en el periódico. ¡En los tiempos que corren, sobre todo, es fantástico!"

 

Moradi ha tenido varias novias islandesas desde su divorcio, hace cuatro años, pero hace poco dio un paso audaz e inesperado. Se casó con una iraní en Irán. Su nueva esposa llegó a Reykiavik hace un par de meses. Es difícil concebir un choque cultural mayor. "La mayor parte del tiempo está en casa, y empieza a salir gradualmente, a conocerlo todo poco a poco. El otro día fuimos a un restaurante por primera vez y le sorprendieron las mujeres". ¿Cómo vestían? "En parte eso, pero, sobre todo, que en una mesa había media docena de mujeres en un grupo, comiendo -y bebiendo- y haciendo mucho ruido".

 

¿Por qué no se ha casado con una de sus novias islandesas? "Porque aquí la gente no se toma el matrimonio como un matrimonio. Pensé que, si me casaba con otra islandesa, de aquí a un par de años, seguramente acabaríamos divorciados. Aquí la gente es muy informal. En la clase de mi hijo en el colegio, de 40 niños, 38 o 39 tienen a sus padres divorciados. Tengo 42 años y esta vez quería hacerlo como es debido. Por eso fui a buscar una esposa a Irán".

 

Moradi está sugiriendo que quizá han ido demasiado lejos en la actitud tribal y sin restricciones que mantienen respecto al amor y el sexo. Que quizá tienen algún valor las normas, un grado mayor de control. "Esa es una conversación digna de un buen debate", dice. Un debate que Moradi tiene consigo mismo. Porque no niega que la forma islandesa de hacer las cosas le atrae poderosamente. Especialmente por lo que respecta a los niños. "Mi ex mujer está con un tipo que tiene tres hijos", dice Moradi. "Los cinco, los de el y los nuestros, pasan mucho tiempo juntos. Yo me llevo muy bien con él. Y no digo que esté bien o mal, desde el punto de vista moral; pero tengo que reconocer que es estupendo para los niños".

 

En cuanto a su nueva esposa, Moradi dice que, cuando llegó, acordaron que al cabo de tres años volverían a Irán. “Pero ya esta empezando a preguntárselo. Veo que no sólo le gusta Islandia cada vez más, sino que empieza a querer al país, como yo".

Fuente: El País, jueves 24 de agosto de 2006

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