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Poner cadenas en el coche

Ahí va un video de poner cadenas en el coche:

http://www.terra.tv/templates/channelContents.aspx?channel=1835&contentid=42458

 

¡Que pequeños somos!

¡Que pequeños somos!

http://www.thomasulrich.com/_htmlGaleriebilder/_html/doc.greenland12.html

Islandia 05. El laboratorio humano

 John Carlin

El presidente de Islandia, Olafur Ragnar Grimsson, me contó una anécdota sobre el actor estadounidense Seinfeld. Hace cuatro o cinco años, en los momentos de más éxito mundial de la serie norte­americana del mismo nombre, Seinfeld entro en un restaurante de Reykiavik y pidió una mesa para él y sus amigos y otra para sus guardaespaldas. "EI cocinero se negó a servirle y le ordenó que se fuera del restaurante", dijo el presidente. Grimsson.

¿Por qué? "Fue una cuestión de principios", sonrió el presiden­te, un señor venerable, con aspec­to de rey. Para empezar, el cocine­ro se sintió ofendido por la idea de que pudiera considerar nece­sario llevar guardaespaldas en un país que se enorgullece, con razón, de tener fama de seguro; en segundo lugar, la idea de que el actor y sus guardaespaldas se sentaran en mesas separadas re­sultaba fuera de lugar en Islan­dia, que se considera una socie­dad sin clases.

La anécdota es tan simpática como la falta de medidas de segu­ndad, o cualquier cosa vagamen­te parecida, cuando voy a visitarle en su residencia oficial de Reykiavik. Llego a la casa y me acer­co conduciendo por un largo ca­mino hasta la entrada principal. Llamo a la puerta y abre una joven. Le digo quien soy y ella me cree. Sin pedirme ninguna identificación. Mi única obligaciónn es firmar en el Libro de Visi­tas. Después, se abre una puerta y sale un hombre alto, elegante y sereno, con el cabello blanco y la mano extendida.

Es mi ultimo a en Islandia y he estado esforndome para encontrar algo malo que decir sobre el país, un argumento pa­ra refutar a la primera persona a la que entreviste, la madre del futbolista Eidur Gudjohnsen, que declaró que Islandia era el mejor lugar del mundo. Sólo hay tres posibles defectos, que yo haya visto.

Uno, el tiempo, que cambia con una perversidad enorme, además de que, aunque no hace mucho más frío que en Madrid en invierno, nunca hace calor.además, la oscuridad en invier­no. Pero todo el mundo me decía que le gustaba, sin excluir el inmigrante iraní con el que hablé.

Fallo número dos: el síndrome del nuevo rico. Varias perso­nas con las que he hablado se han referido con repugnancia a lo que consideran el ansia nacio­nal de comprar el último objeto de deseo consumista: teléfonos móviles, cocinas, coches. Pero la verdad es que, en comparación con las nuevas fortunas en otros países, los islandeses no se com­portan con especial ostentación, al menos fuera de casa.

Fallo número tres: la cultura de la borrachera. Si Reykiavik se ha ganado la fama de ser un cen­tro de marcha los fines de sema­na es por algo, como pude ver cuando saun bado por la no­che, acompañado por un joven veterano de la vida nocturna. Fuimos a media docena de bares a lo largo de la noche, que terminó (en mi caso, no en el suyo) a las cinco de la mañana del do­mingo; a esa hora había más gente deambulando por el centro de Reykiavik que en ningún otro momento de la semana. Y la mayoría de ellos, borrachos -aunque no agresivos, a la inglesa-.

En Reykiavik hay un hospital puntero mundial en el tratamien­to de adicciones. Se llama Vogur Hospital, y el médico que lo diri­ge es Thorarinn Tyrfingsson, que me ofrece un dato escalofriante: el 9,6 % de los varones mayores de 15 años islandeses ha recibido tratamiento en su hospital. Le pregunto si eso significa que, por debajo del barniz islandés de prospera igualdad y familias felices (no soy el primer extranjero que advierte que los adolescentes parecen llevarse curiosamente bien con sus padres), se oculta algún espantoso secreto tribal. El doctor Tyrfingsson –un hombre delgado, de sesenta y tantos años, con el cabello rubio y juve­nil; el prototipo del islandés segu­ro y tranquilo que he conocido en su país- sonríe y me asegura que no. En primer lugar, dice, el dato es comparable a las cifras del norte de Europa y Estados Unidos. "Pero, además, el que tanta gente se atreva a someterse a tratamiento es indicativo de lo abierta que es nuestra sociedad, la ausencia del estigma que se ve en otros lugares". Aquí, además, el tratamiento de desintoxicación y rehabilitación es totalmete gratuito, financiado en su ma­yor parte por el Estado y; como dice el doctor Tyrfingsson, "a disposición de todos y todas las ve­ces que sea necesario".

Cada vez que parece que he encontrado algo que se aproxi­me a una debilidad en el sistema islandés, resulta que tiene otra cara la moneda. Más bien no dejo de encontrar cosas nuevas que asombran. Por ejemplo, lo que me cuenta el doctor Tyrfingsson de la base de datos, única en el mundo, que posee Islandia.

EI hospital Vogur ha recibido fondos de la Unión Europea pa­ra financiar las investigaciones s de vanguardia que hay so­bre las adicciones. Los ha recibi­do, superando a naciones como Alemania, en parte porque las cifras de éxito que ha logrado no tienen igual: el índice de recuperación entre los que ingresan por primera vez en el hospital es del 60%. Pero hay más. "Nuestra ventaja", dice el doctor, "es que, mientras otros emplean ratas, no­sotros utilizamos una gran base de datos de seres humanos, las mas de 18.000 personas que han pasado por el hospital", dice el doctor. "El valor científico de to­do eso se incrementa, además, porque en Islandia existe una documentación genealógica sin equivalente en el mundo”. El Libro de los islandeses, título de di­cho documento, se apoya en mi­nuciosos registros eclesiásticos de los nacimientos, matrimonios y muertes, y permite a la mayoría de los islandeses rastrear su lina­je hasta hace mas de 1.000 años. Toda la información se guarda en una enorme base informática a la que pueden acceder, median­te una contrasa privada, todos los habitantes del país.

Islandia, me dio la impresión desde el momento en que llegué, esuna especie de laboratorio humano gigante. Allí arriba en el océano Atlántico, aislado y aleja­do del resto del mundo, es como una gran burbuja de aire puro en la que se llevan a cabo experi­mentos sobre como mejorar la especie. "Es interesante lo que di­ce", afirma el presidente Grims­son en el estudio de esa residen­cia oficial tan estupendamente vulnerable. "En enero tuvimos de visita al arquitecto Norman Foster y a su mujer española, Ele­na. Al irse me dijo: “Tengo la sensación de haber conocido la sociedad del futuro”.

Quizá no sea el país más rico del mundo, o el más seguro, o el más saludable, o el más innova­dor,  el más culto, o el más vivo y de gente s atractiva que to­dos y cada uno de los demás países del mundo; pero ningún otro reúne todas estas cualida­des juntas y en estado tan puro.

EI milagro islandés segura­mente no se podría reproducir, o por lo menos no en mucho tiem­po, en un país mayor y de más complejidad histórica. La suerte que tiene es en ser parte de Euro­pa, y de cierto modo también de Estados Unidos, pero de haber nacido como nación tras ganar la independencia de Dinamarca hace apenas medio siglo. Los is­landeses empezaron su viaje a la modernidad casi desde cero. O, en cualquier caso, a partir de ocho siglos en los que no había ocurrido prácticamente nada de interés para los historiadores. Por eso no carga con el bagaje cultural, religioso, político y tri­bal (en el sentido más amplio del término) que otras naciones han ido acumulando a lo largo de los siglos. No arrastra un legado emocional -odios, complejos, envidias- que impide llegar a soluciones sensatas, que sirven el bien común. Islandia ha logrado organizar su sociedad con una sensatez extraordinaria; ha con­seguido crear un clima empren­dedor e innovador en el que el precio del fracaso no es la pobre­za, como podría ocurrir en Esta­dos Unidos; sino la tranquilidad que da una red de seguridad so­cial que garantiza la comida y la vivienda a todo el mundo mien­tras viva, que cuida de sus hijos y les ofrece una sanidad y una educaciónn de primera categoría.

"EI motor de la economía del siglo XXI lo constituyen la crea­tividad y el poder del cerebro", dice el presidente Grimsson. "La creatividad es el recurso más va­lioso. Aquí florece no sólo por nuestro Iegado cultural, sino por­que somos pequeños. Somos co­mo la Florencia o la Venecia del Renacimiento. Las gentes que se dedican a las artes, la banca, la tecnología, se relacionan unas con otras, se nutren intelectual­mente entre sí y crean un entor­no competitivo y creativo".

La persona que más parece encarnar -de manera casi exa­gerada- todo lo que dice el presidente Grimsson resulta ser la última a la que entrevisto antes de abandonar Islandia. Es un personaje desmesurado, una ca­ricatura o; mejor dicho, un epito­me, y se llama Kari Stefansson.

Nos encontramos en su ofici­na, un despacho aireado y espa­cioso en una esquina de un mo­derno edificio en el que trabajan 300 personas (además de otras 150 en Estados Unidos), sobre las que preside como un rey me­dieval impredecible, amenazador y erudito. Entro y está sentado en una silla oscilante, de espaldas a la puerta, y me habla como un personaje de cine -como el Doc­tor No en James Bond-, sin vol­verse. Cuando lo hace, veo la fi­gura de un hombre de piel rosá­cea, espesa cabellera nevada y bar­ba a juego. Lleva una camiseta negra, que, realza unos hombros excepcionalmente anchos y unos brazos musculados con esfuerzo. Tres minutos más tarde, se levan­ta (para coger de un armario un regalo para mi, un ejemplar en cuero de las sagas islandesas com­pletas) y veo que mide, por lo menos, dos metros. En otras pala­bras, parece salido de una saga.

Es Gunnar (el mayor guerre­ro islandes), o Grettir el Fuerte, o quizá es Egil, que tiene una saga que lleva su nombre y al que Stefansson se refiere en va­rias ocasiones durante la hora y media que pasamos juntos. Egil era más alto y más fuerte que los demás hombres y tenía el cráneo más grande. Nadaba grandes dis­tancias en aguas heladas, con sus armas atadas a la espalda. Era brutal, vengativo, y escribía poesía. Como Kari Stefansson, que también la escribe, y que es segu­ramente el hombre más brillante de Islandia, lo más parecido a un verdadero hombre del Renaci­miento, con la misma energía y el mismo talento para las cien­cias que para las artes.

Stefansson, que es cinturón negro de judo, estudió y enseñó medicina durante 15 años en la Universidad de Chicago, y luego fue cinco años catedrático de neuropatología en la Facultad de Medicina de Harvard. Después volvió a su país para crear una empresa que es lider mun­dial en biotecnología y que está adentrándose más que nadie en la investigación sobre los genes humanos. EI nombre de Ia com­pañía es DeCODE. Tiene varias ventajas sobre sus rivales: la in­comparable información genealógica que proporciona el Libro de los islandeses; la población ex­traordinariamente homogénea de Islandia, que constituye un ex­celente grupo de conejillos de in­dias, porque permite a los científicos, aislar más fácilmente los ge­nes que transmiten las enferme­dades, y el inmenso ego de Kari Stefansson. "La mayor parte de los grandes descubrimientos mundiales sobre los genes proce­de de nosotros, de esta pequeña isla", dice. ¿Por que? "Porque la información que tenemos es magnifica y los científicos que vi­ven en este edificio son magnífi­cos".

EI objetivo de DeCODE, em­presa en la que Stefansson es a la vez presidente y consejero delega­do, es aplicar sus descubrimien­tos de genética humana al desa­rrollo de fármacos para enferme­dades comunes como los infar­tos y el asma. Es decir, "esta pe­queña isla", habiendo ya logra­do conquistar lo más cercano que se ha visto al paraíso en la tierra, es ahora el laboratorio en el que la humanidad trata de bus­car algo que se aproxima a la clave de la vida eterna.

¿De dónde nace semejante ambición? "Hay una diferencia entre el científico monótono que documenta de forma meticulosa la naturaleza y el científico verda­dero", dice Stefansson. "EI científico verdadero tiene una historia que contar. EI científico verdade­ro es creativo". Está claro que habla de sí mismo, así que Ie pre­gunto como se logra llegar a ese estado tan envidiable. "La mejor forma de ser creativo", declara, "es leer. EI lenguaje es el instru­mento de las ideas. La mejor for­ma de enseñar a la mente a pensar es la buena literatura. Yo lea entre 50 y 60 novelas al o y entre 30 y 40 libros de poesía".

Lo que esta diciendo es lo mis­mo a lo que se refería el presiden­te Grimsson cuando hablaba del poder que tiene el mutuo enri­quecimiento cultural en la socie­dad islandesa, esa mezcla leonar­diana de pensamiento científico y artístico. Stefansson se pronun­cia más durante nuestro encuen­tro sobre arte que sobre ciencia. En vez de hablar sobre su traba­jo en genética, pasamos casi to­do el tiempo hablando de Jorge Luis Borges, de Shakespeare, de Pablo Neruda, de Joseph Con­rad y de Gabriel García Már­quez ("Ios escritores de las sagas parece que lo han leído") -cu­yas obras evidentemente se cono­ce como si fuera un profesor uni­versitario de literatura-.

Hablando de las sagas, Ie pre­gunto (porque imagino que se habrá reproducido con tanta prodigalidad como los héroes de aquellas historias) cuantos hijos tiene. "He perdido la cuenta. Los islandeses perdemos la cuen­ta del número de hijos y el núme­ro de divorcios". Y aparte de eso, al islandés, ¿cómo lo define?

Para empezar, dice, es una persona como él, y como la mayoría de los guerreros de las sa­gas, que viaja al extranjero, vive aventuras y regresa. ¿Por qué to­dos acababan regresando? "A lo largo de los siglos hemos evolu­cionado para adaptamos a este entorno". ¿Los genes marcan el destino? "Exacto". ¿Qué más es un islandés? "Vivimos desde ha­ce 1.100 os en una naturaleza extrema y exigente, aunque asombrosamente bella. Para so­brevivir tuvimos que luchar con­tra el frío y la oscuridad en una tierra en la que la agricultura se reduce a criar ovejas y alguna que otra vaca. Y sobrevivimos la mayor parte de esos 1.100 años, aunque fuimos espantosamente pobres hasta hace 40. Cuando yo era niño, no veíamos fruta. Siempre me quedaba con ham­bre, salvo en Navidad. Siempre nos hemos considerado duros y curtidos; pero, pese a ello, hemos creado una cultura peculiar basa­da en el amor a la literatura. Eso es un islandés".

Stefansson abandona el aire irónico, intimidatorio, que te­nía la mayor parte del rato, y se expresa con sincero orgullo. Es un tipo duro, un científico y tal vez incluso un genio, pero es además, y no se avergüenza de ello, un patriota. No en el senti­do competitivo, rozando la pa­ranoia, del típico nacionalista, sino de forma sana y confiada.

Gudjohnsen me había habla­do emocionado de su apego a la tierra islandesa; había obser­vado muy bien que Islandia es un país pequeño que se cree grande. Recuerdo también sus palabras de despedida, y ahora que he estado en Islandia com­prendo mejor el orgullo que ha­bía detrás de ellas. Yo Ie había dicho, mientras nos dábamos la mano, que para él iba a ser divertido jugar con los grandes futbolistas del Barça, con Ronaldinho, Eto’o, Messi. "Sí", respondió mirándome con una sonrisa helada, digna del mismísimo Grettir el Fuerte. "Y para ellos también".

 

Fuente: El País, viernes 25 de agosto de 2006

 

Islandia 04. Una tribu sin complejos

Valencia visual

Una curiosidad:

http://www.visualvalencia.com/

Islandia 04. Una tribu sin complejos

John Carlin

A los pocos minutos de conocer a Baltasar Samper, me confía el secreto más doloroso de su niñez. Este hombre enérgico, de boina negra y barba blanca, me recoge en mi hotel del centro de Reykiavik en una pick-up todo terreno y me lleva a su casa. Durante el camino me cuenta que nació en Barcelona en 1938, mientras el ejército de Franco se disponía a irrumpir en la ciudad. Dado que su familia era conocida por haber pertenecido al bando republicano, de niño tuvo que convivir con insultos y con el miedo. Pero eso no fue lo peor. Cuando tenía 14 años se descubrió que su madre mantenía una relación amorosa con el médico de la familia. El padre de Samper, tan atrozmente humillado como era de esperar que se sintiera un hombre en la España burguesa de 1952, trató de suicidarse con una sobredosis de pastillas. A su mujer no le dejaron visitarle en el hospital porque la policía sospechaba que podía tratarse de un caso de intento de asesinato, de modo que sólo podía ir a verle el joven Baltasar. Al salir del coma, el padre levantó la vista desde la cama, vio al chico y le soltó: "Vete a la mierda, ¡hijo de puta! ¡No quiero verte nunca mas!".

 

Aquella fue la ultima vez que Baltasar Samper vio a su padre, las últimas palabras que le oyó decir. Porque el padre desapareció y la familia nunca volvió a verle. Pasaron décadas hasta que llegó la noticia de su muerte, y entonces la madre pudo, por fin, casarse con el médico, el gran amor de su vida.

 

No es extraño que, en plena dictadura franquista y un trauma como ése pesándole en la vida, Baltasar se fuera de España en cuanto pudo. Y se fue lo más lejos posible. Por una curiosa serie de coincidencias, acabó un día en la ciudad de Akureyri, en el norte de Islandia, a bordo de un pesquero de arrastre. Pasó varios meses pescando arenques en el océano Ártico, recuerda que ganó mucho dinero; volvió a Reykiavik, conoció a su futura esposa y se estableció, para el resto de sus días, en Islandia, donde se ha convertido en un pintor de renombre.

 

Llegamos a su casa, sobre un fiordo a las afueras de la capital islandesa, y nos sentamos a tomar un café con su mujer, Kristjana, una c1asica islandesa alta de ojos azules, también artista. Baltasar Samper debería haber quedado marcado para siempre por la experiencia con su padre. Sin embargo, este padre y abuelo de varios nietos es la imagen de la tranquilidad y la satisfacci6n. Me ha contado su terrible historia nada más conocerme como un gesto liberador, para mostrar al visitante que viene de España hasta qué punto está limpio del viejo trauma, qué liberadora fue su huida a Islandia.

 

"En cuestión de relaciones familiares, Islandia es muy especial en comparaci6n con todos los demás países que conozco", dice Samper. "Si lo comparo con mi experiencia cuando era joven en la España de Franco, es la noche y el día. Aquí, ser madre soltera no soló no es un problema, es lo normal. Divorciarse y volverse a casar, incluso entre amigos, no causa ningún problema social. En las fiestas se reunen hijos de distintas parejas, con todos los padres presentes, y se considera normal. No es el drama español".

 

Cita como ejemplo el caso de su hijo, Baltasar Kormakur, en otro tiempo el actor favorito de las mujeres islandesas y hoy un director cinematográfico de éxito. Cuando visité a Baltasar hijo en su hogar de Hofsos, en un fiordo en la parte norte de Islandia, su mujer Lilja y él tenían con ellos a cuatro hijos, de los cuales sólo dos son comunes. Hay además un quinto hijo, el que tuvo anteriormente Baltasar con otra mujer.

Cuando Baltasar y Lilja se conocieron (casualmente, en Barcelona), ella ya tenía un hijo de otro hombre y el tenía una novia islandesa que estaba embarazada. Pero la relación con la novia anterior no tenía futuro y, antes de que naciera el niño, él se enamoró locamente de Lilja. Según recuerda Kristjana, la situación le resultó más difícil a Baltasar, que es medio español y se sentía culpable, que para Lilja, cuyo linaje impecablemente islandés se remonta a antes del año 1000 y se lo tomó todo como algo natural. (Lilja me dijo que una de las expresiones islandesas más comunes es: "Todo saldrá bien"). El resultado fue que Baltasar superó su sentimiento de culpa, el hijo de la novia nació, el se casó con Lilja, y juntos tuvieron otros dos hijos.

 

"Hoy", dice Baltasar padre, "cuando la hija de Lilja, la que tuvo antes de conocer a mi hijo, cumple años, nosotros vamos. Y los abuelos de la niña por otra parte de Lilja, y su padre con los abuelos por parte de él, y mi hijo". Lo mismo ocurre cuando es el cumpleaños del hijo que tuvo Baltasar con la novia anterior. "Y no piense ni por un momento que nosotros somos distintos, o raros", insiste Baltasar padre. "La relación que tenemos en nuestra familia es la misma que tiene todo el mundo en Islandia".

 

"Funciona porque todos estamos muy relacionados", explica Kristjana. "Todos tienen algún tipo de parentesco con todos los demás. Pero también tiene que ver con la situación tan avanzada que han tenido tradicionalmente las mujeres en este país" (Islandia e1igió a la primera mujer presidenta del mundo, Vigdis Finnbogadottir, en 1980). "Siempre hemos sido muy independientes. Los vikingos se iban a otros países y las mujeres se encargaban de todo, y tenían hijos con sus esclavos y, cuando los vikingos volvían, los aceptaban. Cuantos más mejor".

 

Me recuerda una historia que me contó el obispo luterano Jon Baldvinsson en la ciudad universitaria de Holar, la Salamanca islandesa, en la región de Hofsos. Uno de sus predecesores en Holar, el último obispo católico antes de que se instaurara el protestantismo, se llamaba Jon Arannson. Luchó valerosamente contra el rey de Dinamarca que, contagiado por los aires procedentes de Alemania, había decidido abolir el catolicismo en Islandia, entonces una colonia danesa. Al final, Aranson cayó derrotado y el 7 de noviembre de 1550 fue decapitado. Tres siglos más tarde, cuando los islandeses empezaban a organizar seriamente la lucha para independizarse de Dinamarca, proclamaron a Aranson héroe nacional. Y lo sigue siendo, en cierta medida, todavía hoy. En cambio, la Iglesia católica nunca le ha asignado la condición de mártir que evidentemente merece. El motivo es que, en su vida privada, no fue ningún santo. Dos hijos suyos murieron decapitados con el. Cuando se fue a la tumba dejó atrás nueve hijos, por lo que hoy son muy numerosos los islandeses que descienden de él. "Incluso cuando Islandia era católica, sonríe el obispo Baldvinsson, "siempre estuvimos muy lejos del largo brazo de Roma. El celibato nunca llegó a echar raíces aquí".

 

Tras más de una semana en Islandia necesito encontrar alguien que me explique cómo puede ser que el partido en el poder a lo largo de casi un siglo es un partido que se autodefine de derechas, el Partido de la Independencia. Nadie mejor que la primera ministra en funciones (el titular está de vacaciones), una mujer llamada Thorgerdur Katrin Gunnarsdotir con tres hijos pequeños; todo un reto, podría parecer, para una ministra del Gobierno.

 

Llego al ministerio, le digo a una señora en la recepción a quien deseo ver y ella me indica, sin preguntarme quien soy, que suba al tercer piso y gire a la izquierda. Al final de un pasillo me encuentro con una rubia escultural de cabello largo, grandes pendientes de oro, los labios pintados de rosa, una blusa bordada de color crema, chaqueta corta de cuero, falda de volantes que hacen swush-swush al andar y botas altas de ante. Podría ser una modelo o una estrella del cine nórdico. Es la primera ministra en funciones, la habitual ministra de Educación, Ciencia y Cultura, además de número dos del partido gobernante.

 

Me parece raro, le digo, conciliar el tipo de sociedad que he encontrado en Islandia con el hecho de que su partido es, en teoría, aliado internacional del Partido Republicano en Estados Unidos, y del Popular en España. "Si, pero una cosa es la derecha en el resto de Europa y Estados Unidos y otra cosa es la derecha aquí", responde la señora Gunnarsdottir. "Estamos a favor de bajar los impuestos a las empresas, desde luego, pero en otros aspectos importantes somos muy distintos". Lo creo. ¿Cuántos partidos de derechas hay en el mundo que hayan propuesto leyes para autorizar el matrimonio entre homosexuales, no este año, ni el pasado, sino hace una década? "A eso me refiero", sonríe... Y no creo que muchos estén a favor de un sistema de bienestar basado en dedicar prácticamente todo el dinero de nuestros impuestos a la salud y la educación. Y a las familias. También nos diferenciamos de la derecha convencional en nuestra actitud sobre el permiso de maternidad".

 

Gunnarsdottir explica que en el año 2000, y con el respaldo de todos los partidos islandeses, se aprobó una ley que otorga nueve meses de permiso de maternidad: tres para la madre, tres para el padre y tres para los dos juntos, con el 80% del sueldo. "Nos cuesta mucho dinero, pero merece la pena. Tenemos una situación en la que el 90% de las mujeres islandesas ocupa puestos de trabajo de jornada completa. Ha cambiado por completo el debate sobre la igualdad de las mujeres y se ha convertido en algo que exportamos. Los Gobiernos de otros países están siempre preguntando a nuestro ministro de Asuntos Sociales cómo lo hacemos".

 

Lo que ocurre, en parte, es que no se trata tanto de una cuestión de legislación como de cultura. Un motivo por el que, al llegar a Islandia, me sorprendió el número de mujeres jovencísimas que estaban embarazadas o con un bebé, es que no sólo es absolutamente normal tener hijos cuando se es muy joven, es que las mujeres que los tienen por su cuenta no padecen ningún estigma social. Eso significa que, con frecuencia, las mujeres tienen sus hijos cuando están todavía en la Universidad y, cuando terminan sus estudios, están listas para dedicarse a su carrera, al contrario de lo que hacen hoy con grandes dificultades la mayoría de las mujeres en Europa. El sistema funciona en Islandia, en gran medida, gracias a los abuelos. Son jóvenes y, por tanto, capaces de participar mas activamente en la tarea de criar niños pequeños.

 

Pero esto no explica cómo Gunnarsdottir se las arregló cuando nació su pequeña, que hoy tiene tres años. "Si", dice. "Mi hija nació en julio de 2003, y fue precisamente por esa época cuando la primera ministra me nombró ministra de Educación". ¿Cómo? ¿Y asumió el puesto inmediatamente? "No, no. Pedí un permiso de cinco meses y empecé en el ministerio el 1 de enero de 2004. Todavía amamantaba a la niña, pero todo resultó más fácil gracias a que mi marido, que trabaja en uno de nuestros mayores bancos, dejó su puesto durante cuatro meses para facilitar la transición con los niños en casa".

 

Le cuento mi conversación con Baltasar Samper y lo increíblemente desacomplejadas que encuentro las relaciones entre familias multiparentales que en otros países se considerarían rotas, caóticas, perdidas. "Creo que los islandeses estamos en cabeza en relación con las familias y los hijos. Tenemos una cosa muy clara; cuando hay niños por medio, hay que poner todo lo demás de lado. Y tiene razón en lo que dice de los complejos. No tenemos ninguna timidez entre nosotros. Estamos todos relacionados, de una forma u otra, y hacemos lo que es natural, nos ayudamos mutuamente. No nos avergüenza ser nosotros mismos".

 

Se me ocurre que tiene algo de africano esta actitud islandesa respecto a los niños (idea, por cierto, que le gusta a la señora Gunnarsdottir). Que Islandia, con toda su modernidad, es un país que conserva una fuerte esencia tribal. Y en el que Dios pinta bastante poco. Lilja Palmadottir, la nuera de Baltasar Samper, me había confirmado la impresión de que la religión desempeña un papel muy pequeño en la vida cotidiana al señalar que sigue vigente "la tradición pagana", vikinga y precatólica.

 

Comprendo todavía mejor la sensación de refugio, de santuario, que debió de encontrar Baltasar Samper en Islandia. Esta sociedad es lo más distinto que pueda imaginarse a la España de Franco... O al Irán contemporáneo. Por eso siento curiosidad por conocer a Hamid Moradi, un iraní que emigró a Islandia hace 20 años, cuando aún vivía el ayatolá Jomeini. "Fue un primo en Berlín quien me sugirió que viniera a Islandia. Mi respuesta fue: '¿Dónde demonios está eso?", recuerda Moradi durante una larga charla que mantenemos en el café Paris de Reykiavik. Y, sin embargo, vino, encontró trabajo en una fábrica y se quedó. "Llegue en invierno, y todo estaba oscuro. Creí que había ido a parar a la Luna". Pero Moradi, que tiene 42 años y es carpintero, se sintió muy pronto cautivado por su país de adopción. Un año después de su llegada se casó con una islandesa, con la que estuvo casado 14 años y tuvo dos hijos. Dada la región del mundo de la que procede, y que visita una vez al año, valora enormemente la seguridad y la tranquilidad de Islandia. "Siempre le cuento a la gente en Irán una historia que fue noticia de portada aquí hace un tiempo. Fue el caso de un policía que detuvo el trafico para que unos patos pudieran cruzar la calle. Pusieron una gran foto en el periódico. ¡En los tiempos que corren, sobre todo, es fantástico!"

 

Moradi ha tenido varias novias islandesas desde su divorcio, hace cuatro años, pero hace poco dio un paso audaz e inesperado. Se casó con una iraní en Irán. Su nueva esposa llegó a Reykiavik hace un par de meses. Es difícil concebir un choque cultural mayor. "La mayor parte del tiempo está en casa, y empieza a salir gradualmente, a conocerlo todo poco a poco. El otro día fuimos a un restaurante por primera vez y le sorprendieron las mujeres". ¿Cómo vestían? "En parte eso, pero, sobre todo, que en una mesa había media docena de mujeres en un grupo, comiendo -y bebiendo- y haciendo mucho ruido".

 

¿Por qué no se ha casado con una de sus novias islandesas? "Porque aquí la gente no se toma el matrimonio como un matrimonio. Pensé que, si me casaba con otra islandesa, de aquí a un par de años, seguramente acabaríamos divorciados. Aquí la gente es muy informal. En la clase de mi hijo en el colegio, de 40 niños, 38 o 39 tienen a sus padres divorciados. Tengo 42 años y esta vez quería hacerlo como es debido. Por eso fui a buscar una esposa a Irán".

 

Moradi está sugiriendo que quizá han ido demasiado lejos en la actitud tribal y sin restricciones que mantienen respecto al amor y el sexo. Que quizá tienen algún valor las normas, un grado mayor de control. "Esa es una conversación digna de un buen debate", dice. Un debate que Moradi tiene consigo mismo. Porque no niega que la forma islandesa de hacer las cosas le atrae poderosamente. Especialmente por lo que respecta a los niños. "Mi ex mujer está con un tipo que tiene tres hijos", dice Moradi. "Los cinco, los de el y los nuestros, pasan mucho tiempo juntos. Yo me llevo muy bien con él. Y no digo que esté bien o mal, desde el punto de vista moral; pero tengo que reconocer que es estupendo para los niños".

 

En cuanto a su nueva esposa, Moradi dice que, cuando llegó, acordaron que al cabo de tres años volverían a Irán. “Pero ya esta empezando a preguntárselo. Veo que no sólo le gusta Islandia cada vez más, sino que empieza a querer al país, como yo".

Fuente: El País, jueves 24 de agosto de 2006

Recorrido virtual por un bosque

 

Si quieres dar una vuelta por la vida de un bosque finlandes, escuchar sus sonidos, observar sus habitantes... Ya sabes!

 

La puerta al centro de la Tierra

 

De El País:

En 1864 se publicaba Viaje al centro de la Tierra, uno de los libros más populares de Julio Verne. Narra la odisea del profesor Lindenbrock, que penetra en las entrañas del planeta a través del Snæfells, un volcán que corona una retirada península islandesa. Verne no la pisó, pero la describe con bastante tino. Es uno de los rincones más espectaculares de una isla de por sí extraordinaria. Muchos creen que el glaciar en el que se encuentra desprende una energía especial. Otros, que allí aterrizará una nave con extraterrestres. Por ahora, nadie los ha visto.

Cuando ven algún coche acercarse a su casa, Sarah y Jakob, de siete y cinco años, levantan sus cabezas rubias como pollitos. ¿Cómo serán estos turistas? ¿Habrá niños a bordo? Los dos hermanos viven con sus padres en una casa de madera con el techo cubierto de hierba y musgo. El musgo, de un verde casi fosforescente, crece incontrolable por todas partes en este rincón de Islandia, Snæfellsnes, una alargada Península que se adentra 90 kilómetros en el mar y en la que viven menos de 4.000 personas. Hace unos años, sus padres reconvirtieron su granja en alojamiento turístico (www.gistihof.is). De un lado está el mar; del otro, las montañas. Los únicos signos de vida son las gaviotas y alguna que otra oveja. Un día a la semana los niños van a un colegio con 20 alumnos. Para hacer la compra hay que conducir durante 45 minutos. La ida. Hoy, 31 de julio, hay niebla y llueve. Laila, la madre de los niños, está contenta. Su alergia al musgo la dejará respirar tranquila un par de días. Los turistas recién llegados lo están menos. Dejan las maletas en su cabaña, sueltan un grito de emoción cuando ven el jacuzzi del porche y ponen la página 131 del teletexto, con la previsión meteorológica en inglés. Miran por la ventana. Snæfellsjökull, el glaciar que han venido a ver, el protagonista de esta apartada Península, no aparece por ninguna parte. Y, sin embargo, está ahí enfrente...

En 1864, Julio Verne, un escritor francés de 35 años, publica su segunda novela, Viaje al centro de la Tierra. Licenciado en Derecho, agente de Bolsa sin vocación, Verne acaba de firmar un contrato con Pierre-Jules Hetzel, el que sería su editor de por vida, y empieza a cumplir su sueño de ser "artista". Apasionado por la geografía, la física, la oceanografía o la geología, se ha impuesto una misión: fundir ciencia y literatura.

El libro, para quien no lo tenga fresco, arranca en Hamburgo (Alemania). En una de sus múltiples incursiones a la biblioteca, Otto Lindenbrock, un temperamental profesor universitario de mineralogía, "un sabio egoísta (...) que al andar mantenía los puños sólidamente cerrados", encuentra un mensaje cifrado que ha permanecido oculto desde el siglo XVI. Lo firma Arne Saknussemm, un alquimista islandés: "Desciende al cráter del Snaefells Yokul, que la sombra del Scartaris acaricia antes de la calenda de julio, viajero audaz, y alcanzarás el centro de la Tierra tal y como yo lo he hecho". Siguiendo estas indicaciones, Lindenbrock, su sobrino Axel y Hans, su guía, penetran en las entrañas de la Tierra a través de este volcán islandés. Dos meses y muchas penurias más tarde, salen escupidos por el cráter del Stromboli (Italia).

Uno puede imaginarse a Verne en su escritorio, leyendo al naturalista Milne Edwards y al vulcanólogo Sainte-Claire Deville. Poniéndose al día. Rodeado de mapas, mesándose las barbas, eligiendo los volcanes clave para su historia. La elección de la lejana Islandia es comprensible. Escoria, riolita o seudocráter se vuelven palabras familiares para todo el que le pone un pie encima. Hace dos años, el catedrático de ciencia planetaria David J. Stevenson dijo que, si pudiera introducir una sonda hasta el núcleo terrestre, a 3.000 kilómetros de profundidad, lo haría a través de este país.

Pero en Islandia hay decenas de volcanes. ¿Por qué eligió Verne el Snæfells? Quizá le atrajo la "æ", esa vocal escandinava que se pronuncia como una a seguida de una e tan abierta que parece una i. O quizá porque durante siglos se pensó que era el punto más alto de Islandia. Y no lo es. Mide 1.446 metros, menos que el Hecla o Öræjajökull, aunque al contrario que éstos está rodeado por el océano y corona la Península como un flan. En la biografía Julio Verne, ese desconocido (Alianza Editorial), Miguel Salabert, traductor de su obra, se hace eco de otra teoría: "Desde hace mucho tiempo se ha observado la coincidencia de algunas erupciones del Etna con las del Hecla. Esto pudo llevar a Verne a ver en ambos volcanes algo así como un sistema de vasos comunicantes. Pero la violenta actividad de dichos volcanes debió obligarle, por razones de verosimilitud dentro de lo inverosímil, a desplazar ligeramente el escenario del Hecla al Snæfells, del Etna al Stromboli".

Verne nunca pisó Islandia, pero se documentó bien. En los pasajes del libro que transcurren en la isla habla de sus fiordos, de pastizales, de ríos de lava y paisajes desérticos que sólo mancha alguna granja "aquí y allá". También menciona los caballos -pasear a lomos de uno es, junto al golf y el ajedrez, el hobby más extendido en Islandia, que ostenta el récord de caballos por barba- y algunos de sus productos gastronómicos estrella: el pescado seco, el skyr, un tipo de yogur, y el zumo de bayas, uno de los pocos frutos que no se ven obligados a importar.

Tampoco olvida Verne que en los meses de junio y julio no se pone el sol -lo que hace felices a juerguistas y fotógrafos aficionados, pues la luz anaranjada del atardecer se prolonga durante horas- ni otra de sus características más llamativas: no hay árboles. Los meses de oscuridad pueden con ellos y los esfuerzos de reforestación resultan siempre frustrantes. Los que hay son enanos, y apenas cubren el 1% del país. Uno sabe que lleva más de 10 días en Islandia cuando se oye exclamar: "¡Qué pedazo de bosque!" ante un puñado de aspirantes a abedul, o cuando entiende el chiste de un taxista que dice señalando un arbusto: "Mira, un árbol islandés".

La historia de Verne transcurre en la época en que la escribió, a finales del siglo XIX, cuando Islandia era una colonia danesa tan pobre, escribe el autor, que las iglesias no tenían reloj. Hoy es un país orgulloso de su independencia y con una renta per cápita que duplica la española. También es uno de los países más caros del mundo. Una jarra de cerveza cuesta 7,50 euros. Una habitación doble en un hotel mediocre, 95 euros. Una manzana, 1 euro. Una cena para tres en un italiano, 140 euros. En una de las escenas del libro, unos granjeros despluman a Lindenbrock "como un hotelero suizo", cobrándole por su hospitalidad "una factura formidable en la que se contabiliza hasta el aire infecto (...)". Verne lanza sin querer un guiño a los turistas que recorren el país llevándose las manos a la cabeza.

El 10% del territorio de la isla está cubierto de glaciares, pero Snæfellsjökull es el único visible desde Reikiavik, donde reside un tercio de los 300.000 habitantes del país. Bueno, visible, visible... Entre 1999 y 2003, Ástráður Eysteinsson, profesor de literatura comparada en la universidad de la capital, llevó a cabo un ritual: se asomaba a su ventana todos los días para admirar el glaciar. Sólo se distinguía con nitidez un día a la semana. "Es como una mujer temperamental", dicen en la zona. "Cuando está de mal humor, se esconde".

A lo mejor por eso está rodeado de tanto misticismo. La mayoría de los islandeses cree a pies juntillas que desprende una energía especial, aunque pocos están dispuestos a admitirlo. Algunos escritores, como Halldór Laxness, el único Nobel islandés, han escrito allí algunas de sus obras. Laxness intentó explicar su energía con un poema: "Donde el glaciar se encuentra con el cielo, la tierra deja de ser terrenal y se funde con el firmamento. Aquí no habita el dolor y la felicidad, por tanto, ya no es necesaria; sólo reina la belleza, por encima de cualquier deseo". Pero su fama trasciende fronteras. El 5 de noviembre de 1993, 500 personas se reunieron a sus pies siguiendo el pálpito de un ciudadano inglés que soñó que ese día aterrizaría una nave con extraterrestres. Si lo hicieron, nadie los vio, aunque sí distinguieron "unas luces raras".

Por la carretera que conduce al volcán elegido por Julio Verne pasan pocos coches. La primera parada es Búðir, "un villorrio a orillas del mar", según el autor. Hoy sólo hay una iglesia y un hotel; eso sí, el mejor de la isla. Ocupa un edificio de 1843, está decorado con un toque kitch y en su bar suena la suave música electrónica de Goldfrapp (www.hotelbudir.is; 225 euros la habitación doble). Tras una breve conversación, la recepcionista se incomoda ante la pregunta ¿cree que el glaciar tiene una energía especial? "Bueno, es una de las teorías. Es evidente que hay algo casi físico en ello, pero si lo creo o no, es sólo cosa mía".

Arnarstapi, el pueblo en el que pernoctan los protagonistas del libro antes de trepar por la montaña, está a unos cinco kilómetros. El nombre, acantilado de gaviotas, está bien elegido. No hay mucho por allí, aparte de unos acantilados espectaculares y miles de gaviotas que aterrorizan a los turistas volando a un palmo de sus cabezas mientras pían como posesas. También hay una imponente estatua de piedra que representa a Bárður Snæfellsás, un semidios vikingo. Mitad hombre, mitad gigante, se dice que Bárður vive en una cueva del glaciar y lo protege.

Enfrente hay una cabaña de madera en la que una camarera con sonrisa bobalicona y el mismo acento que Björk sirve café aguado por 3 euros. Desde aquí se organizan excursiones en motos de nieve por la cima del glaciar (92 euros; www.snjofell.is), que debe seguir de mal humor e insiste en ocultarse tras la niebla. Algunos hacen el tour a medianoche para ver desde la cima cómo el sol roza el horizonte, sin llegar a sumergirse en él. Tryqqvi Konradsson es uno de los guías. Le pregunto que por qué se mudó aquí, y responde "porque no había nadie". Le pregunto que por qué cree que Verne eligió el Snæfells y se encoje de hombros. "A la gente se le meten ideas en la cabeza. ¿Por qué estás haciendo tú este reportaje?". Le pregunto que qué opina del tema de la energía, y responde "pregúntale a Guðrun".

Hellnar, el lugar donde vive Guðrun Bergmann, está a un paso. En 1783 vivían aquí 200 personas que subsistían de la pesca. Hoy tiene nueve habitantes. Hace 15 años, Guðrun, una atractiva mujer de 56 años que lleva una piedra de ámbar colgando del cuello, cerró su fábrica textil y se mudó aquí con su marido. Formaban parte de un grupo new age que organizaba retiros espirituales al pie del glaciar. Así que Guðrun habla con total naturalidad de la energía, de su aparato para medir auras, de líneas terrestres que conectan Snæfellsjökull con las pirámides de Keops, de que de vez en cuando ve elfos y que son así como brillantes, que Peter Jackson los clavó en El Señor de los Anillos...

De aquel grupo new age sólo queda ella. Los demás fueron marchándose, y su marido murió. Sus cenizas, seguro que ya se lo imaginan, las esparció por el glaciar. "Hablé con él después de su muerte y decidimos que era el sitio adecuado", dice con una sonrisa que da a entender que la comunicación con su marido es fluida. Lo que sí permanece, y va viento en popa, es su hostal (www.hellnar.is), con unas vistas espectaculares. El comedor está lleno de cuadros del glaciar y en recepción venden, por 10 euros, papelitos con frases como: "Pienso con el corazón". Guðrun sigue hablando: "Todo tiene aura, y el del glaciar es enorme, porque el hielo es magnético. Cerca de él se intensifican los sentimientos. Si estás positivo, lo estarás más. Si te encuentras pesimista, empeorarás. A muchos les abre el corazón, lloran. Te guste o no, cerca de él entras a formar parte de su energía. Pero si quieres saber más, pregúntale a Erla".

¿Es posible que Erla resulte aún más sorprendente? Pues sí, lo es. Erla, de 72 años, es profesora de piano de Reikiavik y tiene un don: es clarividente. Pero no una clarividente cualquiera. Mientras que otros sólo ven ciertos mundos, Erla los ve todos: elfos, trolls, ángeles, divas, espíritus... No habla inglés, así que Olafur, uno de sus discípulos, hace de mediador. Ante la pregunta de cómo es eso de ver tantas cosas, éste explica que es como cuando ves un pájaro. "¿A que no vas por ahí contándoselo a todo el mundo?". Gracias a su poder, Erla sabe que Snæfellsjökull es uno de los siete chacras o puntos energéticos de la Tierra. Los otros son el Triángulo de las Bermudas, Sedona, en Arizona, el Parque Nacional Snowdonia, en Gales, la pirámide de Keops, en Egipto, y un monte del Tíbet y otro de Perú que ahora mismo no recuerda. Snæfellsjökull, por cierto, era el chacra de la garganta, pero las energías, dice Erla, están cambiando. Ahora es el del corazón.

El 1 de agosto amanece despejado en Snæfells. Sarah se acerca a los turistas, que salen de la cabaña animados. Como su madre, es dicharachera y sociable; claro que Laila es sueca. Jakob, que ha salido a su padre, un islandés taciturno, observa desde la distancia cómo su hermana pellizca el culo de los turistas y les regala dibujos. Él se entretiene persiguiendo a Spiderman, su gato.

El glaciar brilla a lo lejos como una alucinación, y el turista empieza a entender muchas cosas. Musgo, mar, lava, hielo. Verde, azul, negro, blanco. Entonces cae en la cuenta. A Verne se le pasó por alto un detalle: el cráter del Snæfells, el camino por el que se accede al centro de la Tierra, está enterrado bajo toneladas de hielo. Su última erupción fue en 1219. Poco después, la nieve lo cubrió por completo. Aunque Guðrun avisa: "Cada vez hay menos hielo. De seguir así, en 50 años se habrá derretido todo". Quizá entonces se cumpla la profecía de Verne, que, según Erla, fue -al igual que ella- clarividente. Si es así, pueden estar seguros de algo: la excursión costará un Potosí y sólo podrán adentrarse en las entrañas del planeta un puñado de millonarios.

RUTA DE VIAJE Un volcán como una rótula

En Viaje al centro de la Tierra, el profesor Otto Lindenbrock y su sobrino Axel llegan a Islandia desde Hamburgo tras un recorrido que incluye varios trenes y una larga travesía a bordo de la goleta danesa Valkyrie. Hoy, decenas de aviones llegan a la isla cada día cargados de turistas. Pero sólo en temporada alta, de mayo a septiembre. Desde Madrid, en vuelo directo, se tarda unas 3,5 horas.

Reikiavik suele ser la primera parada de los recién llegados. También lo fue para Lindenbrock. Verne describe la capital como un pueblo con dos calles en el que es difícil extraviarse. Desde entonces, ha aumentado considerablemente de tamaño, pero mantiene su aire rural y hay que ser muy negado para perderse por sus calles.

Los protagonistas del libro tardaron ocho días a caballo en llegar al pie del Snæfells, el volcán que conduce a las tripas del planeta. Hoy se tarda 2,5 horas en coche, lo que incluye atravesar un túnel de seis kilómetros (peaje: 11 euros). Desde la capital hay que tomar la nacional 1, que circunda la isla y, a la altura de Borgarnes, desviarse por la 54, que se adentra por el sur en Snæfellsnes (www.snaefellsnes.com), una alargada Península menos transitada por los turistas y que Axel describe en el libro como "una especie de Península semejante a un hueso descarnado que termina en una enorme rótula". Al final, cerca del océano, está el glaciar, visible desde kilómetros de distancia. A no ser que se oculte tras la niebla.

Islandia 03. Lo mejor de Europa y Estados Unidos

John Carlin

Mi abuela nació en 1900 y murió en 1998. En Islandia, eso significa que nació en la edad de piedra y murió en la era de los ordenadores. Hallgrimur Helgason, nacido en los años cincuenta, la edad de hierro islandesa, tiene otra imagen de su abuela para mostrar de qué forma tan drástica ha cambiado su país en el último siglo. “Nació en una cabaña de hierba y acabó su vida en un Toyota Land Cruiser”.

Las cabañas de hierba, llamada así porque los tejados están hechos de hierba y tierra apelmazada, son las casuchas de suelo de barro en las que solían vivir los islandeses de zonas rurales hasta la II Guerra Mundial. La abuela de Helgason, que no compraba zapatos sino que se los hacía de piel de oveja, no habría imaginado jamás, de joven, la abundancia de posibilidades que iba a tener su nieto en un país, que hoy posee la sexta renta per cápita más alta del mundo. Pintor, caricaturista, columnista de prensa, personaje audiovisual, novelista y, últimamente, guionista de cine, Helgason —que ha vivido en Nueva York y Paris— es la viva encarnación del estallido de actividad cultural que ha experimentado Islandia en años recientes.

Sin embargo, el libro que le ha dado fama, 101 Reykjavik me había hecho pensar que el hombre que iba a conocer era un ogro. No por falta de éxito —se ha traducido a una docena de idiomas y se ha convertido en una película protagonizada por Victoria Abril que ha obtenido premios internacionales—, sino por el tipo de libro que es. Ácido, sórdido... El personaje que encarna Abril es una bisexual promiscua que se enamora de la madre del protagonista, un joven en paro obsesionado por el porno, pero que se queda embarazada de él. La foto de Helgason en la solapa del libro —calvo, de ceño malhumorado— sugiere un hombre que disfruta llevando la contraria. El hecho de que hubiera elegido pasar el verano en la isla de Hrisey, a 500 kilómetros al norte de Reykiavik, en una de las latitudes más remotas habitadas por la humanidad, sólo servía para reforzar mi idea de que resulta ría el interlocutor ideal para rectificar la visión edulcorada del país que estaba encontrando por todas partes.

Pero mis expectativas se vieron defraudadas.

El Hallgrimur Helgason que me recibe es un hombre alegre que lleva gorra; empuja un carrito con una mano y saluda con la otra. En el carrito hay un bebé diminuto, su hijo. Hallgrimur y yo nos disponemos a almorzar con el bebé en el único restaurante de Hrisey (población, 186 habitantes). Deja el carrito con el niño fuera y nos sentamos en una, terraza del piso de arriba, desde donde podemos oírle pero no verle. Comprende muy bien mi gesto de preocupación, puesto que vivió en Nueva York entre 1985 y 1990 y en París entre 1990 y 1995. Pero me asegura que podría abandonar al niño en Reykiavik con la misma tranquilidad y sin la menor angustia por lo que pueda ocurrirle, como de hecho se hace habitualmente.

¿Fue por eso por lo que regresó? “En parte, pero, en aquella época, creo que fue más el entusiasmo sin precedentes por Islandia lo que me atrajo. En 1995 empecé a leer en los periódicos que Reykiavik se había convertido en el lugar más de moda de Europa. Así que volví y descubrí que, en efecto, en el plazo de 10 años, mi ciudad se había transformado en un sitio distinto”. Un pelín irónico, quizá, pero de cáustico, nada: Helgason es otro adorador más de su país, un tipo juguetón con ojos sonrientes y un aspecto, más que pugilístico, juvenil. Resignado a más efusividad patriótica, le pregunto cómo estaban las cosas en Islandia antes de que se fuera.

“En 1985 era como vivir en Europa del Este. Las calles estaban muertas. Un bar un restaurante, una emisora de radio que emitía música clásica todo el día. Teníamos coches rusos. La burocracia oficial te ponía muy difícil salir al extranjero”. Es difícil imaginar que esa Islandia existiera hace sólo 20 años. En Reykiavik, hoy, una de cada dos puertas corresponde a un restaurante, un café o un club. Abundan las galerías de arte, las tiendas de moda y los hoteles elegantes. Hay casi 100 libros islandeses traducidos a otros idiomas desde 1980 y se han rodado 60 películas; en los 20 años anteriores se habían rodado cero. Un país cuya población total es equivalente a la de Vigo se ha convertido en una caldera cultural en la que se celebran festivales anuales de arte y cine a los que acude gente de todo el mundo.

Tenía razón Olof Einarsdottir, la madre del futbolista del Barcelona, Eidur Gudjohnsen. La gran pregunta que tenía que hacer a los islandeses con los que hablase era cómo se ha producido esta efervescencia revolucionaria y por qué ahora. La respuesta, dice Helgason, la tiene la cantante más famosa del país. “Björk cambió todo. Viajó, halló fama y fortuna, y todos fuimos detrás. Los periódicos de Londres empezaron a escribir sobre nosotros, y entonces Damon Albarn, el cantante de Blur, compró un piso aquí, y luego vino hasta Zidane...”. (A Helgason, que le gusta el fútbol, el mero recuerdo le emociona). Desde entonces, no han dejado de venir famosos: Robert de Niro, Quentin Tarantino, Seinfeld, Clint Eastwood. Aunque tal vez no vendrían tantos si no fuera por lo que Helgason califica como el otro gran catalizador del cambio en Islandia, “nuestro Día de la Liberación, la caída de nuestro Muro de Berlín, el glorioso 1 de marzo de 1989: ¡el día en el que Islandia levantó la prohibición de beber cerveza! Parece una tontería; pero verdaderamente creo que nos sirvió de motor y nos ayudó a conectar con el resto del mundo”.

La primera cabeza de puente ya estaba construida, desde la II Guerra Mundial. Gracias a los británicos, la abuela de Helgason empezó a llevar, por primera vez en su vida, zapatos propiamente dichos. “ a Dios que nos ocuparon ellos y no los otros!”, dice Helgason. “Pero ésa no fue más que una de las razones de que en Islandia sigamos hablan do con gratitud de la buena guerra. Construyeron casas y carreteras, trajeron dinero en efectivo. ¡Trajeron la civilización! Hasta entonces, la gente pagaba por las cosas principalmente con carne y lana. Los británicos, y luego el Ejército de Estados Unidos, que instaló una base y se quedó, nos trajeron la modernidad”. Entonces, las cosas se paralizaron, a la manera de Europa del Este como decía antes Helgason. “Hasta que llegó el día de la liberación de la cerveza, y luego Islandia entró a formar parte del sistema de libre comercio europeo, y el Gobierno liberalizó la economía, y ahora... es como si toda la energía hubiera estado en ebullición bajo una tapadera y ahora hubiera explotado. De repente, nos hemos sumergido en el materialismo. No se ven en las calles coches que tengan más de dos años, ¡por no hablar de cómo estamos comiendo!”. Helgason contempla su plato un momento y dice: “Mi familia vivía razonablemente bien para lo habitual en Islandia, pero no entré en un restaurante hasta los 20 años. Y ahora mira, ¡mira!”.

Miro. Y constato que sí, tiene razón; Estamos comiendo espléndidamente bien. Acabo de terminarme una sopa de langosta que ni en París la harían más rica y estoy empezando el cordero más sabroso y tierno que he comido en mi vida. Brekka’s, el único restaurante de la isla, se ha mantenido al día de la revolución de Reykiavik. El joven chef lleva una boina tipo Che y una chaqueta anudada, como los cocineros tres estrellas Michelin. En el pecho lleva bordadas estas palabras: “Ellis Arnason: Chef de Cuisine”.

“¿Ves?”, dice Helgason, riéndose con los ojos, “¡el efecto Bjórk!”.

El Björk del mundo de los negocios es un billonario llamado Thor Bjórgólfsson que junto con su padre, a mediados de los noventa, se llevó una planta de embotellado que tenía en Islandia a Rusia y se hizo rico vendiendo cerveza y refrescos mezclados con alcohol. Su fortuna creció todavía más cuando vendió su negoció en Rusia a Heineken. Con los beneficios compró empresas en toda Europa, pero también hizo grandes inversiones en su país. Compró, entre muchas cosas más, la principal editorial islandesa, Edda. “Después de centenares de años aislados ha llegado nuestro renacimiento”, señala Helgasón, “y, como ocurrió en Florencia hace 700 años, contamos con nuestros patronos de las artes, nuestros Medici”. Los Medid islandeses, que son cada año más numerosos, estudian en d extranjero, pero tarde o temprano —como todos— vuelven a casa a vivir.

¿Por qué? “En parte, supongo, por lo seguro que es, porque la vida es fácil y buena para tener hijos. Otro motivo, más de fondo, es algo que hay en la naturaleza. El aire, la luz. Estamos sin acabar, el paisaje cambia delante de nuestra vista. Cada 10 años tenemos una erupción y aparece una isla o una montaña nueva, ¡y tenemos que encontrar les un nombre! Por eso creo que somos gente imaginativa”.

La geología es el destino, parece decir Helgason. Y lo que ha creado la geología en Islandia es de una belleza implacable. Monto en el ferry pira volver a la costa; allí me dirijo, en coche hacia el norte, doy un rodeo y bajo por el siguiente fiordo, más al oeste. Avanzo lento: cada curva es una fotografía obligatoria. Por el camino, me detengo en un pueblo llamado Olafsfjordur que apesta a pescado seco (un manjar de los viejos tiempos). Hay pocos lugares de la tierra más al norte en el que se encuentren asentamientos humanos. Doy con el único café del pueblo. Lo encuentro vacío. Toco una campanilla como de altar y aparece una chica de 19 años. Me atiende en un inglés perfecto, sin acento. También habla portugués. Empezamos a hablar y me entero de que la aventura extranjera que todos los islandeses parecen vivir obligatoriamente la llevó, en su caso, a Río ‘de Janeiro, donde pasó un año. Su mejor amiga está fuera ahora, en Perú.

Desde allí me acerco a la ciudad de Hofsos, a la orilla del fiordo y enfrente de una isla que es un monolito con la parte superior plana, una imponente fortaleza natural cuyos muros son precipicios y cuyo foso es el mar. La isla de Drangey. En una finca de caballos frente a Drangey vive el galán más importante de la breve historia del cine islandés, Baltasar Kormakur, con su bella y rica esposa, Lilja Palmadottir, y sus diversos hijos.

La pareja es un anuncio viviente de la nueva Islandia. Tras comenzar como actor cuando interpretó a Shakespeare en el teatro y papeles románticos en el cine y la televisión, el Rodolfo Valentino de Reykiavik es ahora director. La revista Variety, de Hollywood, le calificaba en 2001 como uno de los 10 “talentos más prometedores” del mundo. Dirigió 101 Reykjavik, que se ha visto en 80 países. Ahora está trabajando en varios proyectos de cine y en febrero del año que viene va a dirigir una obra de Ibsen, con actores islandeses, en uno de los principales teatros de Londres. Hijo de un pintor catalán que emigró a Islandia en los años sesenta, dirige su propia compañía, Blueeyes Productions, junto a su mujer, una escultora y artista formada en Nueva York y Barcelona, Kórmakur, que tiene 40 años, dice lo mismo que Helgason, que todos. “De O a los 20, no pasó nada. De los 20 a 40 hemos vivido un cambio explosivo”. ¿Cómo? ¿Por qué? “Porque siempre tuvimos esa capacidad”, dice su mujer orgullosa de la historia de su país. “Los primeros colonos que vinieron en 874 eran gente dura y rebelde, huida de Noruega por motivos políticos.

Eran personas que valoraban su independencia y que se quedaron en Islandia desafiando un tiempo terrible, oscuridad, una tierra difícil de trabajar y terremotos”. Personas, dice Palmadottiir, como las que describía el libro islandés clásico, Gente Independiente, de Haldor Laxness.

“Aquellos hombres no tenían un carácter servil, ni se consideraban parte del rebaño común, escribía Laxness ganador del Premio Nobel en 1955, al definir a sus compatriotas. “Se valían por sí solos; la independencia era su gran capital... Eran hombres endurecidos por la lucha denodada para sobrevivir, hombres a los que ningún esfuerzo físico, ni siquiera el de pasar hambre con sus familias al final del invierno, podía amilanar”.

La lucha denodada para sobrevivir ya no es tal, pero, en los demás sentidos, Kormakur y Palmadottir son ejemplos del espíritu al que se refiere Laxness, que también destaca el carácter poético del islandés, el gusto ancestral, derivado de las sagas, por la buena literatura. También es gente atada ala extraña tierra que habitan, y esa conexión es la razón por la que se fueron a vivir con su familia a Hofsos. Pero se mantienen dinámicamente unidos al mundo moderno, dispuestos a montarse en un avión (sobre todo él) ante las oportunidades que puedan surgir.

Aprovechar oportunidades es algo que siempre han hecho los islandeses. “En el pasado, debido a la naturaleza de este sitio, la economía de pesca y los violentos cambios do tiempo, si uno no aprovecha las oportunidades, se moría”, dice Kormakur, que, con sus cejas pobladas y sus ojos oscuros parece típicamente español pero es islandés, por lado de su madre, hasta el tuétano. Cuando llegaba un banco de peces, todo el mundo se lanzaba a los botes de pesca; cuando dejaba de llover y salía el sol, todo el mundo iba a los campos. Tienen tradición de ser un pueblo que aprovecha lo que puede cuando puede, y que trabaja durísimo.

Por eso es, tal vez, por lo que Palmadottir cree que Islandia, un país situado en la cima de la falla continental que separa Europa y América, se define más con arreglo al espíritu de Estados Unidos que al de la vieja Europa.

“No nos sentimos parte de Europa”, dice. “Un momento. Estamos tan cerca de Europa como de Estados Unidos”, replica su marido. “Pero somos más americanos”, insiste ella. “No estoy de acuerdo”, dice el marido. “Esa idea pertenece al pasado. Islandia era más americana por la base militar, por la televisión americana. Pero en esta época de prosperidad nos hemos ido acercando más a Europa”. “Es posible, pero nuestro espíritu es más americano, más individualista, más motivado...”. “Sí, claro, pero somos mucho más abiertos y tolerantes que los estadounidenses, más parecidos a los europeos en nuestras actitudes sociales. Y tenemos un sistema de bienestar social como el de los escandinavos, algo inimaginable en Estados Unidos”. “Sí”, asiente ella, “pero no tenemos los impuestos asfixiantes de los escandinavos; creemos mucho más en recompensar el esfuerzo...”.

Y así prosigue el debate entre la que es quizá la pareja más glamourosa de Islandia. Como único árbitro a mano en la disputa, les digo que a lo mejor los dos tienen razón y que la realidad nacional de Islandia es que, a mitad de camino entre Europa y Estados Unidos, y con una gente que ha viajado y vivido en ambos sitios, los islandeses han sabido extraer lo mejor de ambos. Tienen el optimismo, la energía y la ática del esfuerzo que define a los estadounidenses, pero también tienen la solidaridad, la tolerancia y el savoir vivre de la mejor Europa. Estados Unidos ha conquistado la luna, pero los pobres siguen siendo pobres. También ejecutan a la gente con la horca y la silla eléctrica. Estados Unidos es un país despiadado. Aquí, le señalo a Lilja, los pobres tienen acceso a los mismos hospitales y las mismas escuelas que el billonario Thor Bjórgólfsson, y la pena por un asesinato en primer grado es de 16 años.

Tal vez radique aquí parte del secreto de Islandia. En poseer lo mejor de Estados Unidos y lo mejor de Europa en haber creado un país que es a la vez vibrante, compasivo y seguro. Sobre este punto, Kormakur y Palmadottir, obstinados patriotas los dos, no encuentran ninguna discrepancia.

 Fuente: EL PAIS; martes 23 de agosto de 2006